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Sobrevivir a un solar habanero

LA HABANA, Cuba.- Se asegura con insistencia que el único vivo que entró al infierno fue Dante Alighieri, pero eso no es del todo cierto. Tengo el convencimiento de que yo también lo conocí y todavía estoy vivo. Al menos eso creo. Supe del infierno en aquel solar habanero donde viví por más de veinte años, y no porque me incitara Dios a visitarlo. Entré allí, con algo más de veinte años, porque no me quedó otro remedio. Nunca fui invitado, como Dante al suyo, para escribir un libro que lo relatara; pero escribí, escribí muchísimas cuartillas en aquel lugar, y dediqué a mi infierno todo un libro. Fue ese libro el que me hizo regresar hace muy poco.

Se habían sucedido siete años desde mi salida cuando volví a traspasar el portón enorme. De no ser por Rebecca, la traductora estadounidense empeñada en trasladar al inglés mi libro En La Habana no son tan elegantes, no hubiera vuelto jamás, pero ella había adelantado en su traducción y vino para que trabajáramos, para despejar dudas. Hasta entonces nos habíamos comunicado a través del correo electrónico, pero ella precisaba más.

Algo había explicado de aquel palacete en el que, se dice —pero yo no tengo la certeza—, vivió el conde de Almirez. En los mensajes le hice saber del esplendor que pareció ostentar y de la hermosa herrería de la balaustrada, del patio central y de las tres plantas del otrora palacete; también de la destrucción que llegó más tarde. Pretendí hacer notar, con palabras, los ahora dañados balcones, los salones tan desvencijados. Escribí de columnas quebradas, de arcos agrietados, de cenefas rotas, de cocheras y zaguanes habitados por aguas albañales, de la madera que apuntala… Pero eso no bastaba. Ella quería mirar un solar, quiso entenderlo.

Rebecca quiso conocer el lugar donde se tejieron las historias que escribí. Intentaría imaginar allí a sus personajes; suponer a Gloria y a Victoria en aquel espacio, sentir el traqueteo de las muletas de ese Ramón que soñó con saltar, ayudado por una pértiga, la cerca que lo separaba de la base naval de Guantánamo, aquel Ramón que terminó deshecho en menudos pedazos después que un extremo de su vara activó una mina. Ella quería mirar a Ovidio, el “héroe” de una guerra en África que era, además, un pervertido. Rebecca ansiaba ver el solar donde vivió Jorge Ángel, ese personaje que tomara el nombre de su autor, y llevar al inglés cada una de las historias.

Habían pasado siete años desde que abandoné el solar. Y allí estaba otra vez, sintiendo sus olores, el aire denso, “aquel aire sin estrellas” que sintió el italiano en su averno, el más clásico de todos, pero que en algo se parece a cualquier solar habanero. “¡Oh, los que entráis, dejad fuera toda esperanza!”, así pronuncié, como si leyera aquella inscripción que miró el Dante a la entrada del infierno, y como él, pensé en lo duro de la frase, pero ninguna me parecía mejor.

Solo quienes habitamos alguna vez en un solar sabemos ciertamente lo que eso significa. La mirada desde afuera resulta pintoresca la mayoría de las veces. Únicamente quien estuvo antes en sus “hórridas querellas”, quien escuchó las voces  altas y bajas de la ira, puede entender cuánto de infernal, cuánto de “suerte ignominiosa” se muestra entre esas paredes. Poco se ha escrito en este país sobre los solares, poco se habló de sus inmundicias y de la vida que llevan sus vecinos.

Parado allí, saludando a los desolados inquilinos que aún quedan, esos que todavía no consiguieron un mejor lugar para vivir, se sucedieron los recuerdos, y sentí pena, por mí, por ellos. Y volví a verme en la madrugada poniendo un jarro pequeñito debajo de una pila, también minúscula y casi pegada al suelo, para atrapar el agua que vertía en el cubo y que subía después por las destartaladas escaleras. Parado allí recordé a muchos de los vecinos echando en los tanques de basuras todo cuanto evacuaron durante la noche. Recordé los olores, volví a percibirlos. Pensé en Herminia, aquella maravillosa viejita a la que quise tanto, avergonzada mientras cargaba su paquete putrefacto para ponerlo en el tanque de basura. La recordé esquiva, sin mirar a los madrugadores que ya andaban por la calle. Ella iba cada mañana con su paquete en las manos, siempre con la cabeza gacha, quizá creyendo que si mostraba la cara el transeúnte iba a descubrir lo que cargaba.

Subí las escaleras con Rebecca y le mostré el pobre cuarto de Herminia, aquel al que se le quebró el piso alguna vez, a pesar de que no hiciera otra cosa que hacer descansar el peso de su delgadez. Herminia quedó colgando; una mitad en su casa, la otra en la del vecino de los bajos. Ella pudo perder esa vez la vida y también después; y únicamente la socorrió mi amigo, aquel que conocía de sus bondades. Nadie más se interesó en lo que a ella le había ocurrido; solo mi amigo buscó al albañil para corregir algo del desastre, y después pagó.

Y recordé, conté, de aquella vez que hablaba por teléfono sentado en mi cama; era un cura amigo el interlocutor. En medio de la conversación descubrí el goteo sobre el colchón y me exalté, le dije al cura que Pedro, el de los altos, ya debía estar borracho y tirando agua. “¿Y estás seguro que es agua?”, preguntó el cura andaluz, y yo puse la mano para oler luego: “¡Es orine!”, chillé y colgué el teléfono, y subí, y encontré a Pedro tirado en el suelo sobre un charco de orine, y miré también al travesti, inquilino del borracho, que se emperifollaba para salir a “luchar” mientras era emplazado por su macho, y no hice nada. Sólo bajé, a fin de cuentas yo era el único que tenía un baño, miserable, dentro de la casa, justo al lado de la cocina.

Creo que fui el único habitante del solar que pasó por la universidad, pero no me exalté aquella vez que en la altísima madrugada golpearan a mi puerta con tanta fuerza. Y apareció en el umbral aquella mujer alta, rotunda y guantanamera que, sin ofrecer disculpas me interrogó. Quería saber si yo hablaba ruso, y dijo que un barco de ese país había atracado en el puerto, que las “muchachitas” que se alquilaban en su cuarto se aparecieron con cinco hombres enormes, rubios y deseosos que no sabían pronunciar ni una palabra en español. “Imagínate qué problema. ¿Cómo diablos le van a decir que ellas lo hacen por dinero?” Cerré la puerta y no le respondí a Francisca, pero pensé en aquella Francesca, la de Paolo, a la que Dante también describió en su infierno.

Ahora, mientras escribo y sigo recordando esos días, pienso en los muchos solares habaneros, esos pobres sitios repletos de violentos contra ellos mismos, hartos de alcohol porque no les queda otro remedio, y pienso en los violentos contra el prójimo, en los violentos contra cualquiera, esos que crecieron en medio de la violencia y que suponen que no hay otra cosa que los salve que no sea la viveza, la intimidación, el crimen. Pienso en todos esos ladrones que habitan en medio de tan insalubre hacinamiento, en esos que recogen cada mañana su porquería para echarla en el latón de la basura, ante los ojos de todos.

Poco se escribió hasta hoy del infierno que son los solares habaneros. Hace poco leí un texto del escritor Manuel Pereira, quien llevó a García Márquez a mi solar de Aguiar 105. Allí vivía la abuela del cubano, y yo supongo impresionado al colombiano con la miseria constatada. Gabriel conversó con “La gallega”, que así llamaba Herminia a la abuela de Pereira, y la miró envolviendo picadura de tabaco con hojas que arrancaba de su Biblia para hacer sus cigarrillos, la vio en medio de la miseria de aquel solar que ahora está a punto de caer, que ya cedió en muchas de sus partes, pero no tengo noticias de que el colombiano escribiera después sus impresiones sobre el desastre de los solares en La Habana.

Mucho habrá que escribir de esos espacios insalubres, de esos sitios de muerte y desazón. Habrá que recoger el testimonio de los habitantes que todavía sobreviven. Tendrá que hablarse de los que murieron sepultados tras el derrumbe. Habrá que desacreditar a quienes miran con desprecio a los que pasan cada uno de sus días en medio del peligro que significa habitar en esas zonas de muerte. Habrá que indagar cuántos hicieron estudios superiores. Con ellos hay que contar. Los solares son parte de la nación. De eso sé, y por eso escribo. Yo soy uno de ellos.