Inicio Cuba Tarará: lo que fue y lo que queda

Tarará: lo que fue y lo que queda

tarará cuba turismo
Tarará dejó de ser aquella Ciudad de los Pioneros José Martí de los años 70 y 80 para convertirse en el exclusivo Residencial Tarará. Cartel de la entrada (Foto autores)

LA HABANA, Cuba. – Cuando Ramona escucha hablar de Tarará recuerda aquellos tiempos de su infancia en que, al menos una vez al año, pasaba una semana de vacaciones lejos de su familia.

La hospedaban, junto a otros estudiantes y maestros, en casas espaciosas pintadas de blanco, con ventanas y puertas de colores chillones y aunque percibía que la dinámica diaria tenía mucho de rutina militar, poco le importaba algún que otro acto político en la Plaza Martiana o marchar como soldado gritando consignas hacia el comedor central o hasta la llamada “Casa del Che”, donde debía aguantar peroratas casi interminables antes de ir a nadar a la playa o montar bicicleta acuática en la base náutica.

Ramona tiene hoy 53 años y, aunque reconoce que la diversión solo era un subterfugio para imponerle una ideología política, no deja de pensar en aquellos tiempos como en una especie de paraíso perdido.

“A pesar de todo me gustaba ir. Eran las únicas vacaciones que podía tener. Creo que jamás volveré a pisar Tarará”, dice quien hoy, con un salario mensual de unos 20 dólares, no puede darse el lujo de pagar los 5 CUC de consumo mínimo que exigen en la garita de entrada.

Hace mucho tiempo que Tarará dejó de ser aquella “Ciudad de los Pioneros José Martí” de los años 70 y 80 para convertirse en el exclusivo Residencial Tarará, un proyecto inmobiliario que, en apenas unos años, pudiera erigirse en uno de los repartos más exclusivos de La Habana donde solo un extranjero, ni siquiera un cubano con dinero, podrá adquirir un bungalow para vacacionar o una mansión para residir. 

Un irónico retorno a los inicios

Pero la transformación del que ayer fuera un “laboratorio para la formación del Hombre Nuevo” no es más que un irónico retorno a los inicios, cuando Tarará fuera aquel pueblo fundado por el norteamericano Royal Webster en 1912, y que en 1959 fue expropiado a sus dueños y moradores bajo la fiebre de nacionalizaciones que muchas veces enmascaró la envidia y el resentimiento de algunos, así como los profundos y retorcidos deseos de cualquier revancha clasista.

A la vorágine de los primeros años, en que la política invariable del nuevo gobierno comunista fue echar tierra sobre un capitalismo al que atribuyeron todos los males sociales, sobrevivieron apenas una decena de los vecinos originarios que, casi en un acto demente, decidieron permanecer en la localidad,  a pesar de que hasta hace apenas una década fueron acosados de distintas formas para que abandonaran el lugar.

“Entre las primeras cosas que hicieron fue destruir la iglesia, arrancaron la cruz y sacaron todas las cosas, allí no quedó nada, después la convirtieron en un salón de baile”, dice Rosa Ángela, quien vivió en Tarará desde 1956 hasta principios de los 90, cuando se vio obligada a vender su casa por temor a ser asaltada.

Había vivido y sufrido los tiempos en que las casas sirvieron como albergues a las brigadas Ana Betancourt, así como los años en que la algarabía de miles de niños apenas le dejaban algo de aquella tranquilidad que convenció a su padre, un exitoso comerciante, de comprar la propiedad de Tarará con los ahorros que logró con gran esfuerzo personal.

“Eso era muy tranquilo y seguro, mira si allí se vivía sin miedo que nosotras (las hermanas) jugábamos en la playa prácticamente solas (…) pero después no había quien saliera de la casa, incluso para caminar de un lugar a otro del mismo reparto tenías que estar enseñando un pase especial porque pusieron puntos de control por todos lados, más que vecinos parecíamos presos (…), a cada rato te visitaban para preguntar si estábamos de acuerdo con la Revolución, si teníamos vínculos con nuestros familiares que vivían en los Estados Unidos, y teníamos que responder lo que sabíamos que no nos iba a traer problemas, yo perdí todo contacto con mis tías, nunca supe cuándo murieron (…), hasta tuve que pintar mi casa de blanco porque había que unificar las fachadas y vinieron, y sin pedirme permiso, me pintaron las ventanas y la puerta de un azul chillón espantoso (…), no podía decir que no, y era mi casa, la casa de mis padres (…), tampoco podía atenderme en el hospital porque era solo para los albergados, yo tenía que ir hasta Guanabo, a veces a pie, muchas veces pidiéndole el favor a algún chofer, incluso para comprar en la bodega porque el mercado de la entrada lo cerraron para convertirlo en oficinas (…), así resistí y hasta me adapté pero llegó el Período Especial y ahí sí tuve que irme”.

Según cuenta la propia Rosa Ángela, durante la hambruna de los años 90 el lugar quedó abandonado casi totalmente y apenas permaneció allí la decena de familias que habían resistido el acoso pero las casas estaban distantes unas de otras y la mayoría de los habitantes históricos ya eran personas de edad avanzada.

Los largos apagones, el vandalismo y los saqueos volvieron tan inseguro el lugar que muchos se desesperaron por vender incluso hasta por una mínima fracción del valor real.

tarará cuba
La Plaza Martiana, levantada en 1975, donde antes existiera el Club Hípico de Tarará hoy está abandonada y mañana pudiera ser un campo de golf. (Foto autores)

“Allí se vendieron casas por 4 mil o 5 mil dólares. Casas de 3 y 4 habitaciones, con varios baños y terrenos inmensos que hoy no bajan de 200 mil e incluso 1 millón de dólares (…). Todavía no estaba permitida la venta legal como ahora pero uno iba a Vivienda y por un dinero se hacía el cambio de propiedad con el abogado”, afirma Olindo, otro vecino que decidiera marcharse durante la crisis económica que produjo la caída del bloque socialista de Europa del Este.

“Los apagones duraban más de 10 horas, a veces era el día entero, no hubo agua durante meses porque dejaron de bombear para Tarará, y cuando reclamabas en la oficina te decían que allí no vivía nadie (…), por las noches, incluso a pleno día, la gente entraba y se llevaba las ventanas, las puertas, los azulejos y los muebles de baño, uno era puro nervio porque los ladrones podían entrar a la casa pensando que estaba abandonada, por eso decidí vender por una miseria (…), por lo que me han dicho, ahora la casa es del Estado y la están reparando para alquilarla a extranjeros pero en realidad no sé mucho porque yo jamás he podido volver a entrar”, comenta Olindo, quien ahora reside en un edificio del cercano Reparto Alamar, pero muy distante de lo que soñara cuando llegó a Tarará siendo un niño, allá por el año 1952.

Sovietización de la sociedad

Bajo el ímpetu del Primer Congreso del Partido Comunista de Cuba en 1975, el cónclave donde quedaron fijadas las metas y los modelos de sovietización de la sociedad cubana, incluso inspirados por una instalación similar a orillas del Mar Negro, comenzaron los proyectos de lo que primero fue nombrado “Campamento de Pioneros” y que muchos no dudan en reconocer, ya sea en lo urbanístico así en lo económico, como un rotundo desastre.

“No había manera de sostener aquello sin la ayuda soviética pero era un intento por implantar el modelo soviético a como diera lugar, había que llegar al comunismo en tiempo récord”, dice Isidro Navarro, Guía de Pioneros en su juventud y fundador del Campamento de Tarará.

“En el Centro Cultural se proyectaban documentales soviéticos y se hacían jornadas de cultura dedicadas a la RDA (República Democrática Alemana), a Corea (del Norte), sobre la disciplina y las costumbres de los coreanos, soviéticos, los checoslovacos y se hacían charlas sobre esas cosas”, comenta Navarro, aún convencido de que aquellos “programas educativos”, con todo cuanto albergaban de manipulación ideológica, fueron parte de una época gloriosa.

Pero, mientras las generaciones pasadas se muestran nostálgicas, las nuevas apenas reaccionan con indiferencia ante el nombre de un lugar que ha quedado asociado a “Programas de la Revolución” que solo les advierten que Tarará es un lugar cerrado a los cubanos a pesar de que, desde hace ya varios años, fue abierto a aquellos pocos que pueden costearse el lujo de alquilar una villa donde pasar la noche cuesta cerca o más de 100 dólares y a la que resulta casi imposible llegar si no se cuenta con un automóvil. Dos elementos que en cualquier lugar del mundo pudieran parecer insignificantes pero que, en el complejo contexto cubano, son signos de un alto poder adquisitivo.

Lo poco que se logra observar cuando se viaja por Vía Blanca rumbo a las playas del Este, o cuando se descubre que poco más allá de los carteles rotos y los edificios tipo Girón abandonados aún funciona un centro de adiestramiento policial, sugiere que lo mejor para un cubano de a pie es seguir de largo.

Incluso cuando se logra entrar, el exceso de cámaras de vigilancia y policías vestidos de civil haciendo la ronda en motocicletas Suzuki, que todo el mundo relaciona con la policía política, dan la sensación de estar siendo vigilados, puestos bajo sospecha, más cuando no se tiene la “pinta” de ser confiables.

(Primera parte del reportaje de investigación de Ernesto Pérez Chang y Alain G. Cala)