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Un simple hombre libre

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LA HABANA, Cuba.- Le decían Polo, vivía en un barrio muy pobre en el corazón de La Habana y tenía 44 años. No murió. Pasó a mejor vida, literalmente, como dicen. No es que fuera de Cuba tendrá necesariamente mucho dinero y muchas cosas buenas, sino que su vida será mejor, aunque materialmente le vaya peor, porque tendrá lo que no tenía en su país.

Es normal y comprensible que muchas personas emigren buscando una existencia con esperanza de prosperidad, pero, al margen de que nuestros problemas económicos tengan básicamente una causa política, no todos se van buscando en primer lugar algo más que escapar de la miseria y la falta de perspectivas, como mi amigo Polo.

Desde que era un muchacho quiso ser independiente y se las arregló para vivir mejor que otros, sin robarle a nadie, aunque no siempre de acuerdo con la ley, sin dejarse atrapar por el dinero. Bueno en varios oficios, finalmente fue la carpintería su mayor dedicación, aunque en su barrio, y hasta en su propia familia, le sobraban ejemplos de cómo emprender los caminos torcidos.

Siempre fue raro entre los demás. Nunca cayó preso. Jamás practicó una religión. Ni un solo día de su vida fue comunista ni fingió serlo. Le resultaba alucinante que alguien aceptara vivir bajo las mentiras impuestas por un puñado de gente que se creía mejor que los demás. No decía ser un hombre libre, pero lo era.

Para mí era un ejemplo de ciudadano innato. Nadie le enseñó que nacemos libres e iguales, con derechos que nadie le puede arrebatar a uno en nombre de una idea aparentemente superior. Que se pudiera ser un hombre de bien, sin vivir del engaño y diciendo siempre abiertamente lo que pensaba, no fue algo que la vida le enseñó.

Polo era la prueba viviente de cuán falsa es esa absurda idea del marxismo vulgar de que los hombres piensan según como viven. Creo que no llegó a empezar el preuniversitario y no me parece que haya leído un libro en su vida. Sin ser nihilista, no lo seducían las ideas supremas ni se perdía en grandes temas. Se expresaba en el lenguaje de la calle, pero podía entender lo más remoto.

Como el sueño de ir más allá de una realidad mentirosa. Aunque tuvo algún roce, no se vinculó con ningún grupo de la oposición política. No obstante, en ocasiones, él, ajeno a las trifulcas callejeras, después de unos tragos, acabó en un calabozo, magullado por una pandilla de policías a los que no dejaba de gritarles, con su vozarrón, las consignas que no se pueden decir.

Los que pertenecían a brigadas de respuesta rápida o a algún engendro parecido, que podían ser en la cuadra gente de apariencia normal, a veces debían soportar sus improperios y justificarse con que tenían que actuar así para no perder el trabajo. Hubo asambleas en el barrio que Polo saboteó tronando lo que todos saben pero que nadie quiere decir.

Aunque terminar en la cárcel no le parecía en absoluto heroico, estaba cada vez más en peligro de terminar preso por su incontinencia verbal. De morir por la boca, como el pez. Así que decidió irse del país. Primero logró que se fuera su novia de años, que debía conseguir luego la salida de él. Este capítulo se extendió durante mucho tiempo y resultó una odisea de papeles idos y venidos, perdidos y repetidos, de laberintos burocráticos y complicaciones personales.

Era como si Polo no pudiera escapar e, increíblemente, no se hundió en la desesperación, el alcohol o las chifladuras. Esperó y luchó y por fin la suerte lo alumbró: su novia vino, se casaron, el dédalo del papeleo se enderezó y logró la visa que, primero, como si se tratara de un siniestro chiste, debía recoger el 13 de agosto.

No ese día, pero al cabo se la dieron. Polo ya partió. Por detalles del azar, no pude verlo antes y, sin embargo, la tranquilidad de saberlo ya a salvo vale mucho, aunque pienso que, por desgracia, ya no está otro de los que son. “Un hermano que se fue”, dice la canción de Iván Latour. No obstante, quedan algunos recuerdos inolvidables.

Polo reprochaba siempre a los de su barrio que pelearan entre ellos o con desconocidos, por tonterías, en vez de lanzarse contra los que de veras los humillaban desde el poder. Una noche en que varios guapos de esquina, entre rones, alardeaban de cuál era más bravo, uno se jactó: “A mí nadie me ha hecho correr nunca”. “Yo te hago correr aquí mismo”, afirmó Polo y el otro se carcajeó. “¡Abajo Fidel!”, gritó él y todos los valientes salieron volando.

“Tú estás loco”, le decían luego. Polo estaba muy cuerdo, pero vivía entre locos que se creen cuerdos. Eso puede ser una gran desgracia.