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¿Vuelve la guerra por la salsa?

Orquesta Los Van Van en 1973

LA HABANA, Cuba.- Como hizo con el merengue en 2016 y con la bachata en 2018, República Dominicana acaba de solicitar a la UNESCO que declare la música salsa como patrimonio intangible de la humanidad.

La pretensión dominicana se justifica en los casos del merengue y la bachata, pero no en el de la salsa, cuya paternidad no le pertenece. Ni siquiera alegando que fue un dominicano, el músico Johnny Pacheco, el creador de Fania Records y de la orquesta Fania All Stars, quien acuñó el término a finales de los años 60, ya que ese mérito también se le acredita, en la misma época, entre otros, al disc jockey radial venezolano Phidias Danilo Escalona, y aun antes, a finales de los 50, a un poco recordado cantante cubano que se llamó Cheo Marquetti, y que encabezó un conjunto llamado Los Salseros.

Cuba, que también disputa desde hace años el bolero con México, tendría muchísimas más razones que República Dominicana para reclamar la paternidad de la salsa, pero encontraría mucha resistencia, y con razón. Porque donde nació la salsa fue en New York, a finales de los años 60, interpretada principalmente por músicos puertorriqueños, y en menor cantidad, por dominicanos, cubanos y de otros países latinoamericanos.

La salsa fue la solución que encontraron las disqueras neoyorquinas para llenar el vacío creado por el embargo norteamericano en el mercado de la música procedente de Cuba.

Decía el famoso Tito Puente, un neoyorquino hijo de boricuas: “Lo que llaman salsa es lo que he tocado desde hace muchísimos años, se llama mambo, guaracha, chachachá, guaguancó, todo es música cubana”. Pero no era tan sencillo como lo veía el Timbalero Mayor. La salsa era música cubana en un elevadísimo porcentaje. Se tocaba con la clave, el patrón rítmico del son, en un solo compás de 4/4, y con la profusa utilización de instrumentos de percusión cubanos (tumbadora, pailas, bongó, güiro, cencerro, maracas). Pero no era solo y puramente son. También tenía elementos de la plena, la bomba, la cumbia y el jazz.

Mi amiga y colega Tania Quintero, que desde su exilio en Suiza ha convocado a un debate sobre la paternidad de la salsa, opina: “La UNESCO debe hacer dos reconocimientos, primero reconocer a la ciudad de New York por el papel que al menos en el siglo XX jugó en la creación y difusión de la música de Cuba, Puerto Rico, República Dominicana y México, entre otras naciones latinoamericanas; y el segundo, para que todos queden contentos, otorgarle patrimonio de la salsa a New York, Cuba, Puerto Rico, Dominicana y Colombia, que en estos momentos es la que con más fuerza mantiene la salsa, sobre todo en Cali”.

Menos salomónico que Tania Quintero, yo le concedería la paternidad compartida a la comunidad latina de New York y a Cuba, que puso la mayoría de los ingredientes de la salsa.

Ahora que parece estar a punto de reiniciarse la guerra por la salsa, los muy celosos y pendencieros comisarios de la cultura cubana volverán a la batalla. Como en los años 70.

Memorioso como soy, permítanme hacer un poco de historia y retrotraerme a aquella época en que los comisarios dieron el escándalo porque los músicos boricuas y neoyorquinos se querían robar la música cubana.

Hasta ese momento, sones, guarachas y boleros les parecieron a los comisarios la decadente música del pasado con la que no quedaba más remedio que lidiar, hasta que apareciera una música apta para los oídos del hombre nuevo, que majaderamente y pese a las prohibiciones, seguía prefiriendo el rock y el soul.

A finales de 1969, el compositor y contrabajista Juan Formell, al separarse de la Orquesta Revé, fundar una agrupación que bautizó como Los Van Van (¿quién se atrevía a sospechar siquiera que los 10 millones no irían?), asignarles un mayor rol a los trombones, electrificar sus instrumentos, e incorporar influencias de la música beat, renovó la música popular cubana.

En los carnavales habaneros de 1972 el baile empezó a salir de los muros de la Polar y la Tropical, siempre custodiados por policías con bastones y cascos blancos, y se desplazó a los espacios abiertos de La Punta y La Valla de Paseo y Primera, frente al Hotel Riviera, donde también había redadas, cascazos y bastonazos, pero atenuados por la cerveza, el aguardiente Coronilla, el vino vietnamita y un brebaje que llamaban Pancho El Bravo, y que echaba por tierra al más aguerrido bebedor.

Las dos primeras noches de aquellos memorables carnavales, un nuevo conjunto, Los Latinos, sirvió de telonero a Los Van Van en La Valla de Paseo y Primera, mientras que, en La Punta, la Monumental antecedía a Ritmo Oriental.

La Monumental y Los Latinos enloquecieron a los bailadores, pero no fueron del agrado de los comisarios culturales. Su atuendo (peinados afro, pantalones patas de elefante y zapatos con plataforma) recordaba demasiado a los Temptations, los Four Tops y otros similares de la música soul del enemigo. Después repararon además en que su música con tambora, permeada por el merengue dominicano de Johnny Ventura y Wilfrido Vargas, no sonaba cubana. Ahí empezó la batalla de los comisarios culturales contra la salsa. Decían que el imperialismo se quería robar el son y mercantilizarlo.

Todos los músicos que se desviaron del son más ortodoxo y emplearon los metales de un nuevo modo, asemejándose a la salsa, fueron atacados por los comisarios. Los peores ataques se centraron en Los Karachi, una orquesta santiaguera que privilegiaba los trombones y no se ocultaba para confesar que tocaban salsa y admiraban la música que hacían en New York y Puerto Rico. También la veterana orquesta Rumbavana, donde había ido a parar, con su peculiar forma de cantar los boleros, Ricardo Rivera, el cantante de Los Latinos, sufrió los embates de los mandamases de la cultura.

Ya para 1978 los cubanos, ajenos a los teóricos de las prohibiciones, además de la música disco, bailaban salsa como trompos con Rubén Blades y Willy Colón. Y el despelote salsero total fue en noviembre de 1983, cuando recién terminado el luto riguroso por los muertos en Granada, se presentó el venezolano Oscar D´León en el Festival de Varadero, devolviéndonos a Benny Moré a la vez que reprochaba a los soneros cubanos por haber perdido la maña para saber improvisar.

La salsa acabó por ser adoptada por los comisarios como un muy rentable en divisas subgénero del son. Pero no por ello dejaron de dedicar periódicos ataques, regaños y sanciones a timberos y soneros, como José Luis Cortés (El Tosco) y la Charanga Habanera, a pesar de los cuantiosos impuestos que pagan, por las letras de sus canciones que consideraban vulgares y chabacanas, sus ostentosas cadenas de oro y su “espectacularidad extravagante y de mal gusto”.

Seguramente ahora, ante el reclamo dominicano, y luego de que fueron superados arrolladoramente en chabacanería por los reguetoneros, los timberos serán convocados por los comisarios para la nueva batalla por la paternidad de la salsa.

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