Inicio Cuba ¿Y acaso no somos tú y yo la misma cosa?  

¿Y acaso no somos tú y yo la misma cosa?  

LA HABANA, Cuba. – Hay días que son buenos, pero también están los que no lo son. Y también transcurren días malos, como ese que viví hace unas jornadas. Hay días buenos y peores, como ese en el que recibes la noticia de la muerte del amigo al que quisiste mucho, a quien acompañaste. Hace unos días murió un amigo del que estuve muy cerca, y luego lejos, pero aun así nos quisimos mucho.

Y ese amigo murió hace unos días y quise acompañar las cenizas en las que se convirtió el amigo después de muerto, incluso a riesgo de no ser bien recibido en el velatorio. Yo pretendía llegar y susurrar de lejos unos versos de Emilio Ballagas al amigo, esos versos del Soneto por un amigo muerto. Yo quería decirle adiós a sus cenizas desde la fila última, alejado de las miradas inquisidoras y con los versos de Ballagas.

Yo fui al encuentro del amigo muerto, al encuentro con las cenizas del amigo muerto. Fui a hacerle una reverencia al amigo, a las cenizas en las que se convirtió. Y para llegar hasta él caminé por la calle Obispo, para acercarme al sitio en el que se recordaría su vida y también su obra, pero alguien se interpuso en mi camino. Un policía uniformado me detuvo con toda la fuerza de su voz, me llamó ciudadano y, sin pausa, el muy hosco exigió que le mostrara el carné de identidad, y correspondí buenamente.

Quise pensar que solo se trataba de un requiebro amoroso de aquel “agente del orden”. Esperé con toda la paciencia y la candidez que me fue posible a que me devolviera el documento. Yo miraba al suelo y luego al cielo sin poner mis ojos sobre el joven policía. Todo mi empeño se centraba en llegar a los funerales del amigo que había muerto en una cama de hospital.

Yo quería asistir a la sede de la Academia Cubana de la Lengua que fue el lugar escogido para hacer el velatorio, pero un policía me detuvo y, muy hosco, me exigió que le mostrara el carné de identidad. Yo traté de conseguir la calma para acompañar luego, con cierta paz y por un rato, las cenizas del amigo, pero aun así me mantuvo a su lado el policía.

Yo miré al cielo y luego al suelo, y a los transeúntes, y a todo lo que pude echar un ojo para controlar la rabia que me provocaba el policía llegado del, cada vez más pobre, Oriente del país. El joven policía tenía cierta gracia, aunque se mostrara huraño.

Huraño el policía, ya lo dije, y sobre todo silencioso. El policía miraba mi carné y al entorno luego, y otra vez al carné. Yo, para calmarme, miraba a esa que fue una hermosa librería y que hoy es solo el recuerdo de algo que se llamó “La Moderna Poesía”; quizá por eso hasta pensé dedicarle unos versos al policía, pero no lo hice, solo repetí para mí aquel verso de Neruda que dice: “Eras la boina gris y el corazón en calma”. La boina suya era muy roja…

Y luego casi consigue el policía que perdiera yo la calma, cuando me dijo, con la más descarada desfachatez, que él sabía cuál era el final de esa caminata por Obispo, y que solo conseguiría llegar a mi destino si a él le daba la gana. El policía, como si yo no lo supiera, dijo que iba yo a un funeral “por allá abajo” y señaló a la calle Obispo que discurre hacía la Plaza de Armas, con un dedo.

Algo así dijo el policía, aunque confieso que estuve mejorando la construcción de sus oraciones para que pueda el lector entender lo que quiso decirme realmente el policía. El policía, con afán de intimidarme, aseguró “Sé que vas a un velorio por allá alante”, y se calló luego. Y era cierto. Yo iba a los funerales de un amigo muerto, a la sede de la Academia Cubana de la Lengua.

Yo iba a los funerales de Antón Arrufat y estaba tenso, muy tenso, entre otras cosas porque podría enfrentar el rechazo de algunos escritores y, por supuesto, de las “autoridades” que dirigen la cultura cubana, que la regentan de la misma manera en la que regentó mi vida aquel joven policía.

Y finalmente me devolvió el carné y yo lo agarré con solo dos dedos, y miré a los ojos del policía para decirle unos versos de Guillén, esos en los que el sujeto lírico dice al policía, al soldado. “No sé por qué piensas tú,/ soldado que te odio yo,/ si somos la misma cosa/ yo/ tú. Tú eres pobre, lo soy yo…”, así declamé al policía mirándole a los ojos, y también le hice notar, como Guillén en su poema, que los dos éramos de abajo, y que ya nos encontraríamos juntos en la misma calle, en Obispo, en cualquier otra, si no le daba por irse del país.

Yo le dije casi todo lo que recordé del poema de Guillén, pero no sé si recordará aún el policía alguno de esos versos. No sé si entenderá el policía todo cuanto dicen esos versos que quizá escribió Guillen en 1937, quizá para los soldados de Gerardo Machado, pero que aún sirven a Machado, a Fidel, a Díaz-Canel. Esos versos pueden ser declamados a todos los que fueron policías desde 1959 y hasta hoy.

Esos versos de Guillén son ideales para chillarlos delante de todos los cuerpos armados que fundara Fidel Castro para reprimir a esos cuerpos desarmados que salen a la calle un 11 de julio o cualquier día, en esos días en los que tantos son reprimidos, avasallados, en esos días en los que tantos podrían terminar siendo cadáveres. Esos versos sirven para enfrentar a un gobierno despótico, incluso sin atender a cuestiones morales, políticas o jurídicas.

Y es que la ley no debe cambiar sus procedimientos cuando tiene delante a un opositor. No pueden existir cariñosas prerrogativas para los fieles, mientras a los “infieles” se les maltrata, se les detiene y encierra… Y yo caminé finalmente hasta el lugar en el que hacían homenaje al amigo muerto. Entré repitiendo unos versos de Guillen: “No sé por qué piensas tú,/ soldado que te odio yo,/ si somos la misma cosa/ yo./ Tú eres pobre, lo soy yo…”.

Yo caminé después de que me atropellara el joven policía sin entender las razones que lo llevaron a retenerme, pero bien sé que debió ser una orden de sus jefes, de esos jefes que ordenan “pinchar teléfonos” y espiar las conversaciones de tantísimos cubanos. Y si no fue así cómo supo el policía que yo iba a un funeral.

¿Y no somos la misma cosa él y yo? ¿No tiene él, como yo, tantísimos deberes? ¿Acaso no nos aturden las mismísimas carencias? ¿No recuerda que se hizo policía porque eran muchas las penurias allá en el Oriente? ¿No reconoce los malabares que hace para mandar a su familia un dinerito?

El infeliz no reconoce que se ha dejado manipular, y mucho menos que traiciona a sus iguales; el desamparado se equivoca, el desdichado no entiende que el poder lo desprecia, lo utiliza a conveniencia. El policía pincha mi teléfono y olvida que somos la misma cosa él y yo. Yo y él somos víctimas del poder. Y en eso puso su empeño Fidel Castro. Él hizo que nos viéramos diferentes, y muy enemigos.

ARTÍCULO DE OPINIÓN
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