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¿Y qué pasa si no eres comunista? Cubanet

Patrulla de policía en Cuba (Diario Las Américas)

LA HABANA, Cuba.- Ser comunista en Cuba puede resultar de gran utilidad, sobre todo cuando se tiene la certeza de que en este país todo comienza en la política y termina en idéntico lugar. Esa convicción me acompaña desde siempre, pero en estos días recibí una confirmación abrumadora. Todo comenzó tras mi regreso de Panamá, país donde hice una estancia de casi un mes y dónde, debo confesarlo, hice algo de eso que ocupa a cada cubano que viaja al país del virtuoso canal.

Yo, como tantos paisanos, me preparé un itinerario de compras para los poquísimos ratos libres, y entré en las tiendas con ansias y con infinita curiosidad, y me detuve en vidrieras, y hurgué en los muchos anaqueles, y revisé los precios que advertían las etiquetas de todo lo que me iba seduciendo. Una y otra pieza me probé, y pensé en mi madre y en cada una de sus necesidades, y metí la mano en el bolsillo para comprar sus batas de estar en casa, sus chancletas para el baño, sus zapatillitas para el diario. Imaginé a mi madre echando a la basura sus trapos viejos y hasta me contenté creyéndola vestida con decoro.

Y no me sentí abochornado cuando mis paqueticos marcaban ciertas diferencias con los muchos huéspedes de diversas latitudes que pernoctaban en el hotel. A ellos nunca los miré cargando esas bolsas de tiendas baratas con las que entré en algunas ocasiones, y que eran evidencia de que había tenido una tarde de compras. Me sentí como el más obstinado “pacotillero”, pero fui feliz probándome una camisa, unos jeans…, y mirándome luego en el enorme espejo de mi habitación. Creo que fui feliz con cada cosita que fui juntando en la maleta y que luego me traje hasta Cuba, después de juntar los dólares que precisaban mis comidas. Mi lema de esos días fue: “Desayuna bien y luego aguanta”.

Y qué poco dura la felicidad en la casa del pobre. Llegué a La Habana el sábado y abracé a mi madre, le mostré cada regalo y fui muy feliz con sus reacciones, con el brillo de sus ojos, con el gesto de felicidad que me dejó ver después de que pusiera sus pies tan delicados en los zapatos nuevos. Muy poco dura la felicidad en la casa del pobre. Esa noche, después que me dormí, entró un ladrón, aún nadie sabe cómo, y arrasó con todo. Cada pieza se fue con el degenerado, y mi madre lloró desconsolada, y yo me contuve para que no me viera triste, pero luego flaquee y lloramos juntos.

Tuve miedo, y viví una de las peores turbaciones que he sentido en mi vida, y lloré, lloramos, y entre lágrimas recibimos a la policía, dos horas después de que yo llamara por teléfono para advertirlos del robo, y entonces quisieron saber que se habían robado y de mil detalles, quisieron conocer de mi trabajo, y por qué viajaba, luego se interesaron en los detalles del robo, en el color de cada pieza perdida, y en sus precios, y también quisieron saber si sospechaba de alguien. Y más tarde vendría aquella interrogante que me dejó con la boca abierta. El investigador quiso saber si yo militaba en las filas del Partido Comunista de Cuba.

Rotundo dije que no, y con la voz entrecortada quise saber qué aportaba esa militancia a su investigación. ”Es una rutina, una pregunta más”. Así dijo, pero yo no le creí, aunque no me aventuré a hacer ni la más mínima objeción porque temía que desatara su desprecio y lo hiciera desatender mi caso. Y finalmente apareció un perro de la brigada canina que siguiendo un rastro de olor salió a la calle, mientras una mujer joven quedó en la casa buscando huellas.

Ya pasaron tres días y no supe nada del rumbo que tomaron las investigaciones. Varias veces he llamado y no consigo ninguna consolación, tampoco mi madre, a quien descubro llorando a escondidas, y la dejo suspirar porque qué otra cosa puede hacer una anciana a la que le robaron sus regalos tan esperados. Así que mi madre llora, y yo dejo que llore por esos zapatos que solo le duraron unas horas.

Mi madre llora por sus batas de estar en casa, esas que ya no se podrá poner después del baño, y no quiere que yo me enter, y para colmo, ahora estoy escribiendo estas líneas en una computadora prestada, porque los ladrones se llevaron la mía, y me parece irónico que yo tuviera tanto miedo cuando me la llevé a Panamá, porque creí en la posibilidad de que a mi regreso a Cuba las autoridades me la secuestraran en el aeropuerto, como ya ocurrió a algunos cubanos.

Ahora escribo en medio de una tristeza enorme, y con rabia, y lo peor es que no me asiste ninguna esperanza. No creo que aparezca algo y me siento más que indefenso; a fin de cuentas yo no soy un militante del Partido Comunista. Sin dudas en este país tan injusto y politizado viven unos cuantos ladrones. Quizá es por eso que lloro, y deliro, y hasta creo en la posibilidad de que alguno de esos perros de la brigada canina sea capaz de detectar a un ladrón en la piel de un comunista y no se atreva a denunciar a un “hombre tan ejemplar”… Esta Cuba da ganas de llorar, y yo no intento contenerme, y lloro, por mis trapos, por mi madre, por todo, y ojalá que algún lector conserve algo del optimismo que yo perdí hace tanto tiempo.