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La insurrección en marcha: asistimos a un proceso revolucionario

No lo duden. Asistimos a un proceso revolucionario. Una política golpista de largo aliento. Coordinada desde arriba. Que pretende alcanzar por la vía de los hechos sus objetivos políticos. Mejor todavía si consigue poner algún muerto frente a las cámaras, si sugestiona a la opinión pública mundial de que un país de la UE, perfectamente democrático, es en realidad un gigantesco artificio en cartón piedra que disimula un Francoland temático que viene de Felipe II y alcanza hasta el final de los tiempos anunciados por Greta. Los gobernantes locales, algunos de ellos investigados por su posible vinculación con Tsunami Democràtic, el movimiento insurreccional que quiere hace pasar por hongkonesa una sublevación profundamente reaccionaria, juegan al doble pasatiempo de reprimir lo que alientan y alentar lo que apenas reprimen. El señor Torra plantado en mitad de la autopista, rodeado de piquetes, o sus consejeros frente a las alcachofas, con cara de besugos y discursos impresentables, no están locos, en absoluto, pero sí de parranda. De fiestón antidemocrático y comparsa fascista. Y los de abajo, los CDRs, los moteros salvajes, los gamberros brutales, y por supuesto los cientos de miles de manifestantes que los blanquean, sirven de ariete. Unos escriben por Telegram y otros aprietan. Unos comprimen las cuadernas del Estado, coagulan las calles, axfisian la convivencia, y los otros, más hábiles, recogen los frutos podridos de la cosecha.

En estos días aciagos cunde el desánimo entre los agentes de la policía y la Guardia Civil, acosados en unas manifestaciones bestiales. La ciudadanía que todavía valora en algo sus derechos políticos tiembla desesperanzada. Y el gobierno, el gobierno central, el gobierno en funciones, desatiende sus obligaciones, convoca ruedas de prensa con mucho de performance y menciona el cambio climático al tiempo que Barcelona salta en pedazos. Sánchez y sus mariachis, cabezas de huevo, analistas, editorialistas, paniaguados y expertos en demoscopia varios escrutan los contenedores en llamas, los adoquines planeadores, los cascos agujereados por rodamientos y los escaparates reventados, degluten encuestas y malician que en unas semanas a lo peor necesitan los votos de una banda criminal pilotada por una impresentable amalgama de racistas y prófugos de la justicia.

Cuando alguien, desde Madrid, cuestiona si estamos ante el legítimo derecho a la protesta o si lo que sucede es que unos vándalos, infiltrados, ojo, infiltrados, sabotean la buena fe de unos patriotas, quizá exaltados pero en cualquier caso admirables, o al menos románticos, idealistas, engañados, venga, engañados por sus líderes, que son malísimos, cuando alguien va y suelta semejantes rebuznos, no lo duden: trabaja por acción u omisión, por cálculo, analfabetismo, cobardía, miseria o cinismo, junto a los enemigos de la libertad. Cuando un ministro como Fernando Grande Marlaska, fogueado en la lucha contra el terrorismo nacionalista vasco, distingue entre violentos y no violentos, cuando
segrega el movimiento independentista entre sujetos homologables y no, entre aquellos a los que puedes invitar a cenar y luego sacar a pasear el perro y los que romperían la vajilla y acabarían por meterle fuego al chucho, incurre un atroz funambulismo político que beneficia a los promotores y estrategas de la insurrección.

Pocas cosas más tristes, e intelectualmente deshonestas, que la equidistante miseria de desglosar secesionistas entre sonrientes y barbáricos, pacíficos y vandálicos. No es posible distinguir un independentismo antisistema y otro sistémico. El independentismo es naturalmente enemigo del sistema, del ordenamiento jurídico vigente, de la Constitución y de la soberanía nacional. El independentismo trabaja para robar una parte del país, barajar nuevas fronteras, adherir a nuestra condición la de forasteros en nuestro propio país, colocar bajo la bota a la mitad de la población en Cataluña. Más allá del disfraz no encontrarán polis buenos y polis malos. La sinfonía independentista suena colorista a mediodía y licántropa al atardecer, en cuanto sale la luna y con ella los niños de las alpargatas resuelven que ha llegado el tiempo de descalabrar a un funcionario público. Entre los independentistas, a lo sumo, descubrirán patriotas. Falanges y más falanges de patriotas. Dos millones de ultras de la bandera. Dos millones de cruzados de la sangre, campeones de la mierda, la fe y el escudo. Conjurados todos para destruir el demos. Como explicaba en un tuit la Confederación Española de Policía (CEP) «las calles de Barcelona no las han tomado anarquistas radicales italianos o griegos. Basta de mentiras. Todos los detenidos esta semana son catalanes. Jóvenes indepes de aquí que buscan reventar la convivencia». En puridad, si atendemos a sus reivindicaciones y procedimientos, son lo mismo un nazi y un lazi. Y no, no me vengan ahora con la manida Reductio ad Hitlerum. Lazis y nazis, nazis y lazis, tanto monta, descreen de la democracia representativa, apuestan por los cauces tumultuarios y anhelan una Estado fundado en las malolientes y venenosas heces identitarias. Ambicionan reventar la soberanía popular para decidir por todos en nombre de sus exclusivos privilegios, de su cuna y su casta, su lengua, su folklore, sus delirios. Por no hablar de su inquietante amor por las virtudes purificadoras del fuego, su gusto por la épica, su pasión por las teas y hogueras, esas olimpiadas de innegable regusto norcoreano y esas marchas tan coordinadas y poéticas que habrían embelesado a una esteta como Leni Riefens-tahl. Dejo para el final, por contener las náuseas, la grotesca visión de los Comunes, que en un tuit para la historia universal de la infamia han declarado que «la brutalidad policial es la principal gasolina del conflicto que se vive en las calles de Barcelona. Las agresiones de la Policía Nacional y los Mossos contra manifestantes, vecinos y periodistas son intolerables. Exigimos responsabilidades políticas!». Es gracias a este tipo de gente, a su infinita comprensión, a su maligno postureo, a su lúgubre equidistancia, que el proceso revolucionario, el tsunami totalitario, aceptado como animal de compañía, carcome los pilares de una democracia amenazada por el fuego.