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Cincuenta años después de su asesinato, es hora de acabar con el mito de Martin Luther King

Los aliados de Martin Luther King tenían preguntas diferentes.

Eso es lo que dijo su asistente, Andrew Young. Cuando se conocieron los primeros reportes de que King había sido abatido mientras estaba parado en el balcón del Motel Lorraine de esta ciudad, Estados Unidos y el mundo exigieron saber una cosa: ¿Quién lo hizo? ¿Quién fue el francotirador que le disparó desde la ventana de una casa de huéspedes de mala muerte? ¿Quién mató a Martin Luther King?

Pero como dijo Young en Roads to Memphis, una película de la serie American Experience de PBS: “Nunca nos preocupamos por quién mató a Martin Luther King, sino qué mató a Martin Luther King”. Esa fue la misma pregunta que el propio King se había hecho sobre el asesinato, cinco años antes, de John F. Kennedy.

El temor compró el arma.

La desilusión la cargó.

La ignorancia ajustó la mira.

La intolerancia apretó el gatillo.

Cincuenta años atrás, esas fueron las fuerzas que lo mataron. Y desde entonces han tratado de asesinar su memoria.

Hay un mito que algunos de nosotros atesoramos, y es algo así: antes había racismo en este país, un tiempo distante y sumido en la ignorancia del que es mejor no hablar y que es de mala educación incluso recordar. Entonces Martin Luther King organizó un boicot, lideró algunas marchas y pronunció un discurso sobre un sueño. Y desde entonces ha reinado la igualdad.

Es un mito tonto porque ignora la gran cantidad de pruebas y testimonios que prueban que el racismo sigue afectando la vida de las personas de color.

Es un mito ofensivo porque reduce a King a una figura lo suficientemente anodina e inofensiva para ser aceptada por conservadores que, de manera conveniente, olvidan que mientras estuvo vivo se oponían a todo lo que él defendía.

Y es un mito peligroso porque permite a los ingenuos creer que hemos ganado la batalla por la justicia social, cuando en verdad ni siquiera hemos comenzado a librarla en serio.

Sin embargo, las fuerzas que lo mataron usan este mito para acabar con nuestros recuerdos del profeta y predicador progresivo, provocador y radical, que en realidad era. Y tanto éxito han tenido en el empeño que Glenn Beck, con toda seriedad, se atribuyó hace unos años el manto de King; han tenido tanto éxito que algunas personas se indignan cuando se les dice que Colin Kaepernick en realidad sigue el ejemplo de King; han tenido tanto éxito que la hija menor de King, Bernice, tuiteó hace poco que alguien le había dijo que su padre “no ofendía a las personas”.

Todo esto es una tontería, pero existe porque lo hemos permitido, porque no votamos como debemos, ni organizamos, enseñamos y agitamos como debiéramos.

Así las cosas, 50 años después que mataron King, la policía sigue ultimando a mansalva. Personas que tienen un trabajo a tiempo completo no tienen lo suficiente para comer. Todavía tomamos “las necesidades de las masas para dar lujos a las clases”. Nuestros hijos siguen pereciendo en guerras innecesarias. Los afroamericanos siguen siendo los últimos a la hora de contratar personal, pero son los primeros que despiden y todavía los afecta desproporcionadamente la pobreza, las enfermedades, la falta de instrucción escolar y la violencia delictiva.

Además de eso, Jeff Sessions es el secretario de Justicia y Donald Trump es el presidente.

No, las cosas no están tan mal como antes. Pero eso no significa que estén bien.

Aquellos de nosotros que creemos en la justicia social —no como una posibilidad abstracta, sino como una necesidad crítica— debemos reclamar la memoria perdida de King y defenderla con voluntad inquebrantable de los que quieren ahogarla en el mito. No solamente porque inspira, sino también porque impele.

De hecho, en sus últimas palabras pronunciadas en público, Martin Luther King nos convocó a la cima de la montaña. Y 50 años después, esa convocatoria tiene una nueva urgencia.

Nos hemos quedado mucho tiempo en el valle.