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Las lluvias convierten un precario campamento de migrantes cerca de la frontera en una escena de miseria

El cielo se abrió antes que la frontera.

La lluvia, una bendición para esta región seca de México, fue una maldición para los miles de migrantes varados en un campamento precario.

Después de haber comenzado como un chubasco por la noche, la tormenta desató toda su furia el jueves por la mañana y rápidamente inundó el complejo deportivo al aire libre cerca del centro de Tijuana, donde han estado la mayoría de los integrantes de una caravana migrante proveniente de Centroamérica desde que llegaron hace dos semanas.

En cuestión de horas, no quedaba nada más que material fétido en el pedazo de tierra que muchos habían apartado y habitado. Habían estado en tiendas de acampar, o cobertizos hechos con retazos de plástico, mantas y lonas. Lo poco que tenían quedó reducido a montones de sábanas, mochilas y peluches empapados que batallaron para proteger bajo pedazos de plástico.

Según los meteorólogos locales, hasta una pulgada de lluvia azotó Tijuana cada hora.

Algunas familias buscaron refugio bajo una tienda de acampar grande, atestada y con una salida lateral. Madeline Julissa, de 8 años, se aferró a su muñeca, cuyo cuerpo estaba más seco y mejor protegido que el suyo; la niña llevaba puesta una blusa veraniega y pantalones empapados remangados hasta arriba de sus rodillas. Su familia de tres integrantes, entre ellas su madre y su hermana menor, habían perdido su refugio, improvisado con plástico y lona, debido a la lluvia intensa.

Las madres envolvían a sus bebés en mantas sucias para mantenerlos calientes y secos. Sin embargo, a menudo perdían de vista a sus hijos pequeños, que no podían resistir la tentación de jugar bajo la lluvia y saltar en un río de agua turbia que corría por la acera afuera del campamento.

Una cacofonía de toses emanaba de cada esquina y del interior de las tiendas de acampar… las que aún estaban de pie y que parecían flotar sobre un charco de barro. La lluvia fue motivo de preocupación por la transmisión de enfermedades. Hasta ahora, la Secretaría de Salud del Estado de Baja California ha proporcionado atención médica a casi 2,200 personas, la mayoría por infecciones respiratorias.

Los migrantes, que son principalmente hondureños y salvadoreños, están desesperados por comenzar una nueva vida en Estados Unidos. Sin embargo, para quienes desean solicitar asilo, probablemente una minoría, pasarán semanas antes de que tengan oportunidad de ir al punto fronterizo de San Ysidro para presentar su solicitud. El Servicio de Aduanas y Protección Fronteriza solo está procesando de 40 a 100 personas al día.

A pesar de la competencia por los recursos escasos, entre ellos comidas gratuitas y ropa donada, hubo gestos de compasión y camaradería entre los refugiados. Las personas colaboraban para mover las tiendas de acampar, ayudaban a rescatar las pertenencias de los demás y también a cuidar a los enfermos.

Las autoridades mexicanas planeaban abrir otro refugio antes de la tormenta. Sin embargo, no lo hicieron a tiempo.

Los migrantes ayudaron a sus vecinos a proteger las tiendas de acampar que se estaban empapando debido a la lluvia. Angeli Guadalupe, de 11 años, cuyo hermano pequeño dormía adentro, estaba temblando mientras los observaba. Sin embargo, no servía de nada: la lluvia entraba por todos lados.

Las extremidades y los zapatos quedaban afuera de las tiendas para evitar que hubiera lodo en el interior durante la tormenta. En una de las tiendas, un hombre enfermo asomaba la cabeza para vomitar.

Un grupo de migrantes que hallaron refugio bajo una tienda grande con los costados abiertos dormían juntos en el suelo para mantenerse calientes. El sonido de la lluvia y la tos podía escucharse por todas partes. Las madres les quitaban piojos de la cabeza a sus hijos, pues el campamento estaba infestado.

Arlen Cruz, de 22 años, arrullaba a su hija de 2 años e intentaba encontrar fuerza en una Biblia que su esposo le dio. Sin embargo, sus oraciones no hacían nada para detener la lluvia, que creaba corrientes de agua que arrasaban con la basura y las pertenencias tan valiosas para los migrantes a lo largo de todo el campamento.

Después de haber recorrido un trayecto, en algunos casos, de miles de kilómetros para llegar a la frontera, pocos en el campamento sentían que tenían un lugar adónde ir. Tenían frío y estaban mojados, pero no tenían dónde secarse. “Debemos aguantar. No nos alcanza para pagar una habitación o un hotel”, dijo Samuel Sorto, un migrante hondureño cuya familia tuvo que abandonar su tienda de acampar.

Madeline Julissa, de 8 años, junto con su madre y su hermana pequeña, esperaban alcanzar a su padre en Miami. “Si alguien se entregara a las autoridades de migración, ¿cuáles son las probabilidades de que les permitan entrar al país?”, se preguntó en voz alta Sandra Julissa, su madre, de 29 años. Su refugio quedó destruido a causa de la lluvia y tuvieron que guardar todas sus pertenencias en tres bolsas.

Emi Escobar, de 10 años, caminó con cuidado para regresar a su tienda de acampar después de usar un baño portátil. Sin embargo, no había manera de eludir el lodo marrón que ensuciaba los zapatos, los calcetines y las tiendas.

Algunos niños jugaban, impávidos ante el diluvio, mientras sus padres intentaban mantener a sus bebés seguros y secos.

Las enfermedades respiratorias se habían extendido incluso antes de que llegara la lluvia. Válter Gutiérrez, de 12 años, que tenía fiebre, se acurrucó en una tienda con su familia. No muy lejos de ahí, una niña llamada Ashley, de 7 años, estaba con su familia, quienes dijeron que habían escapado de la pobreza y las pandillas en Honduras.

¿Cuándo terminaría su purgatorio en el campamento y qué sucedería a continuación? Nadie lo sabía con seguridad, dijo José Paz, el padre de Ashley. “No sabemos cómo cruzaremos a Estados Unidos”.