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Mi inolvidable almuerzo con el presidente George W.H. Bush en la Casa Blanca

Al presidente George H.W Bush no le gustaba que le hicieran preguntas políticas durante el almuerzo, nos advirtió un asistente de protocolo de la Casa Blanca a mí a otros cinco periodistas que nos íbamos a sentar a su lado.

El presidente solo quería compartir un buen almuerzo.

Sin embargo no me pude contener. Tener el presidente de Estados Unidos sentado a mi lado y no poder discutir con él las noticias en un año tan histórico como 1989 era una verdadera tortura. La conversación sobre sus nietos y mis hijas no alcanzaba para mucho en momentos que las reformas del glasnost y la perestroika estaban en su apogeo en la Unión Soviética, y entonces esperábamos que pudieran llegar a Cuba.

“La noticia en Miami este fin de semana es la visita de Gorbachev a Cuba”, le dije, como si estuviéramos comentando sobre el tiempo en Moscú y en La Habana.

Pero el presidente no mordió el anzuelo.

“Sí, responderé preguntas sobre ese tema después”, me dijo el presidente Bush en un tono delicado e informal cuando le mencioné el tópico que atormentaba mi mente.

“¿Quieres que te autografíe el menú?”

Y sin esperar por mi “¡Desde luego!”, tomó el elegante menú y lo firmó.

Estas fueron las últimas palabras que intercambié con George H.W. Bush, el presidente número 41 de Estados Unidos, que murió este viernes a los 94 años.

Nunca supe por qué, de todos los periodistas invitados a la Casa Blanca ese día, me sentaron junto al presidente en el almuerzo para compartir con los medios de prensa durante su primer año en el cargo, el 31 de marzo, el día 70 de su mandato.

Fue un honor y un recuerdo que atesoro, sobre todo hoy en día, cuando el país está de duelo y lo recuerda. Solamente puedo agradecerle por haberle dado a esta cubanoamericana de Miami una experiencia inolvidable.

Recuerdo un salón esplendoroso, adornado con flores rojas y amarillas y un retrato enorme de Abraham Lincoln, con la mano en la barbilla y una mirada pensativa, que parecía estar observándonos. Las cámaras de televisión, en una fila detrás, se apagaron durante el almuerzo, como Bush también pidió.

El presidente saludó a todo el mundo, y en nuestra mesa, rompió el hielo rápidamente cuando dijo que los bellos platos con bordes rojos donde comeríamos eran de la costosa vajilla de la ex primera dama Nancy Reagan. Nos reímos mucho con su insinuación: “Por favor, no los rompan”.

Sin duda alguna, lo mejor de la hora que pasamos con el presidente fue conocer a un George Bush más personal, como padre, abuelo y fanático del béisbol y del juego conocido como herraduras. No se jactó de ello, pero supe después que podía acertar con la herradura tres de cada 10 veces, un promedio respetable.

El presidente todavía estaba impresionado con la historia que lo rodeaba en la Casa Blanca. Nos dijo que frente a su oficina estaba el dormitorio de Lincoln, donde se guarda la copia original de la Proclamación de Emancipación, el documento que le dio la libertad a los esclavos en territorios controlados por los confederados.

Y agregó : “El ambiente es al mismo tiempo familiar y de un museo”.

Cuando nos trajeron solomillo en salsa bordelesa, exclamó antes de servirse unos buenos trozos de carne: “¡Los estoy tratando como a la realeza!”

Era la persona más relajada en la mesa.

La conversación entre nosotros dos se centró naturalmente en el tema de su hijo Jeb, miamense, y su familia. El presidente habló de ellos con gran cariño, y antes de que pudiera darse cuenta, ya yo le estaba preguntando si Jeb aspiraría a vicegobernador cuando Bob Martínez se presentara a la reelección, algo que se especulaba en Miami.

“Se lo han pedido”, me confesó. “Pero no estoy seguro de que lo haga. Está preocupado por pagar la educación de sus hijos”.

En ese momento, nuestra conversación era tan animada que casi le dije: “¡Oh, para eso son los abuelos!” Pero, de repente, sentí un gran peso porque me di cuenta a quién le estaba hablando y pensé que no debería decirle al presidente de Estados Unidos que debía pagar la universidad a sus nietos.

A fin de cuentas no tuvo que preocuparse por eso. Después de perder su primer intento frente al titular demócrata Lawton Chiles por dos puntos porcentuales, Jeb Bush se convertiría en el primer gobernador republicano de la Florida en servir dos términos, del 1999 al 2007.

Ese día memorable, después de terminar el almuerzo, el presidente Bush habló brevemente de algunos temas de interés en nuestra mesa.

Sobre las transmisiones de TV Martí a Cuba, dijo: “Tenemos que asegurarnos que salgan al aire”.

Sobre una visita a Miami: “Me gustaría visitar la ciudad, pero tendría que ser una visita rápida de un solo día”.

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E presidente George Bush y su esposa Barbara, sentados al centro, posan con sus hijos y nietos en Camp David, Maryland, en 1989.

AP

Pero no dijo ni una sola palabra sobre mi pregunta de lo que esperaba del muy anticipado viaje a Cuba de Mijail Gorbachev. Cualquier cosa que el presidente hubiera dicho habría ocupado los cintillos noticiosos, le dije a un colega sentado al otro lado de la mesa, un corresponsal de la NBC de Nueva York.

Cuando el presidente dejó nuestra mesa y se dirigió al podio, las cámaras se encendieron y todos levantamos las manos para hacer una pregunta. Y fue ahí cuando perdí mi acceso.

El presidente sólo respondió preguntas de los periodistas más alejados de nuestra mesa.

Otros tópicos dominaron la conferencia de prensa esa tarde: el derrame de petróleo en Alaska, la ayuda norteamericana a los rebeldes nicaragüenses, la elección de Alfredo Cristiani en El Salvador y la visita a Washington del primer ministro israelí Yitzhak Shamir.

Más tarde escribí mi artículo sobre la ayuda de Estados Unidos a las fuerzas antisandinistas que luchaban contra el gobierno izquierdista de Daniel Ortega y, con el paso del tiempo supimos que, a pesar de la apertura de Gorbachev en la Unión Soviética, Cuba seguiría siendo un bastión de un régimen totalitario.

Todavía, al cabo de tantos años, guardo cierta amargura (amistosa, con el paso del tiempo) sobre la pregunta que el presidente no me contestó.

Descanse en paz, señor presidente.

Recuerdo nuestro encuentro con cariño.