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Cómo transformaría una guerra nuclear a pequeña escala al planeta entero

Empieza en 2025, al ir a más las tensiones entre India y Pakistán por la disputada región de Cachemira. Cuando se produce un ataque terrorista en India, los tanques de este país atraviesan la frontera con Pakistán. Como demostración de fuerza contra el ejército invasor, Pakistán decide detonar varias bombas nucleares pequeñas.

Al día siguiente, India empieza con sus propias explosiones nucleares y en unos días esas naciones bombardean decenas de objetivos nucleares y después cientos de ciudades. Mueren decenas de millones de personas en las explosiones.

Esta horrible situación es solo el principio. El humo de las ciudades incineradas asciende a gran altura dentro de la atmósfera y envuelve el planeta con una cubierta de hollín que bloquea los rayos solares. El planeta se sume en un frío profundo. Durante años, las cosechas menguan de California a China. La hambruna cunde por el planeta entero.

Esta lúgubre visión de un futuro posible procede de los últimos estudios de cómo una guerra nuclear alteraría el clima mundial. Se basan en trabajos de hace mucho que analizaron el «invierno nuclear», el grave enfriamiento mundial que los investigadores predijeron que se produciría tras una gran guerra nuclear, una en la que miles de bombas volasen entre Estados Unidos y Rusia. Pero conflictos nucleares mucho menores, que, sin embargo, podrían ocurrir más probablemente, tendrían también efectos devastadores en todo el mundo.

A mediados de marzo, unos investigadores han explicado que una guerra nuclear entre India y Pakistán haría que la cosecha fallase en docenas de países; se hundiría el suministro alimentario de más de mil millones de personas. Según otra investigación, publicada en enero, un invierno nuclear alteraría radicalmente la química de los mares, y seguramente diezmaría los arrecifes de coral y otros ecosistemas marinos. Estos resultados derivan del intento más exhaustivo hasta ahora por saber cómo afectaría un conflicto nuclear al sistema terráqueo entero, de los océanos a la atmósfera, las criaturas terrestres y las marinas.

Los científicos quieren entender estas cuestiones porque la amenaza nuclear crece. De Corea del Norte a Irán, hay naciones que están creando una capacidad nuclear. Y algunos, entre ellos Estados Unidos, se están retirando de los intentos de control de armas. Saber cuáles son las posibles consecuencias medioambientales de un conflicto nuclear pueder servir para que los planificadores evalúen el peligro, dice Seth Baum, directora ejecutiva del Instituto de Riesgos Catastróficos Globales, que ha estudiado los riesgos de que se desencadene un invierno nuclear. «Desentrañar los detalles de las maneras en que las cosas pueden ir mal viene bien para tomar decisiones informadas», afirma.

Las predicciones de la guerra fría

Los estudios del invierno empezaron durante la Guerra Fría, mientras Estados Unidos y la Unión Soviética acumulaban decenas de miles de cabezas nucleares preparándose para un ataque total. Alarmados por la belicosa retórica de los líderes, los científicos ejecutaron en la década de 1980 simulaciones de cómo una guerra nuclear cambiaría el planeta tras las iniciales, horribles muertes causadas por las explosiones. Los investigadores, entre ellos Carl Sagan, científico planetario de la NASA y comunicador, describieron el bloqueo de la luz solar por el humo de las ciudades incineradas y el advenimiento en gran parte del planeta de una congelación profunda que duraría meses, incluso en verano. Estudios posteriores atemperaron un poco el pronóstico; pronosticaban un enfriamiento algo menos extremo. Con todo, el líder soviético Mijail Gorbachov citó el invierno nuclear como una de las razones que le llevaron a querer reducir los arsenales nucleares de su país.

Tras el hundimiento de la Unión Soviética en 1991, el número de armas nucleares en el mundo siguió disminuyendo. Pero como todavía existen miles de cabezas nucleares, y como hay más naciones que aspiran a convertirse en potencias nucleares, algunos investigadores sostienen que la guerra y el invierno nucleares siguen siendo un peligro. Ahora estudian las consecuencias de guerras nucleares menores que una de aniquilación absoluta de Estados Unidos y la Unión Soviética.

Entre ellas, está la posibilidad de una guerra entre India y Pakistán, dice Brian Toon, físico de la atmósfera de la Universidad de Colorado Boulder que ha trabajado en estudios sobre el invierno nuclear desde los días en que era alumno de Sagan. Ambos países tiene unas 150 cabezas nucleares y le dan una gran importancia a la disputada región fronteriza de Cachemira, donde un atentado suicida con bomba mató a decenas de soldados indios. «Es una situación precaria», según Toon.

Tanto India como Pakistán ensayaron armas nucleares en 1998, reflejo de las tensiones geopolíticas crecientes. A mediados de la década de 2000, Toon exploró lo que ocurriría si los dos países detonasen cien bombas atómicas como la de Hiroshima y mataran así a 21 millones de personas. Se puso en contacto con Alan Robock, científico de la atmósfera de la Universidad Rutgers, en New Brunswick, Nueva Jersey, que estudia cómo enfrían el clima las erupciones volcánicas de una manera parecida a como lo haría un invierno nuclear. Por medio de un modelo climático avanzado de la NASA, calcularon que el hollín que ascendería desde las ciudades incineradas rodearía el planeta. Las cosechas menguarían por toda la Tierra.

Pero tras un brote de publicaciones sobre el tema, a Robock, Toon y sus colaboradores les costó encontrar fondos para continuar sus investigaciones. Finalmente, en 2017, recibieron una beca de investigación por valor de tres millones de dólares del Proyecto de Filantropía Abierta, grupo de San Francisco costeado privadamente que apoya la investigación del riesgo de catástrofes a escala mundial.

El objetivo era analizar cada paso de un invierno nuclear, desde la tormenta de fuego inicial y la difusión de su humo hasta las consecuencias agrícolas y económicas. «Juntamos todas las piezas por primera vez», dice Robock.

El grupo estudió varias situaciones hipotéticas. Iban de una guerra entre Estados Unidos y Rusia en la que se utilizase una gran parte del arsenal nuclear mundial, lo que alzaría 150 millones de toneladas de hollín hasta la atmósfera, hasta una entre India y Pakistán con cien cabezas nucleares, que generaría 5 millones de toneladas. Resulta que el hollín es un factor clave en la nocividad del invierno nuclear: a los tres años de que explotasen las bombas, las temperaturas mundiales seguirían desplomadas: serían más de diez grados inferiores en el primer caso (un enfriamiento mayor que el enfriamiento en la última edad del hielo), pero solo poco más que un grado en el segundo.

Toon, Robock y sus colaboradores se valieron de lo observado en los grandes incendios forestales que se produjeron en 2017 en la Columbia Británica, Canadá, para calcular hasta qué altura en la atmósfera ascendería el humo de las ciudades quemadas. Durante los incendios forestales, la luz solar calentó el humo e hizo que ascendiera más arriba y persistiese más tiempo en la atmósfera de lo que se habría esperado si no. Lo mismo podría ocurrir tras una guerra nuclear, dice Robock.

Según Raymond Jeanloz, geofísico y experto en políticas relativas a las armas nucleares de la Universidad de California, Berkeley, incorporar esas estimaciones es un paso crucial para saber qué ocurriría durante un invierno nuclear. «Es una forma excelente de que los modelos se contrasten entre sí», dice.

Las comparaciones con los incendios forestales gigantes podrían servir además para zanjar una discusión acerca de la escala de las consecuencias potenciales. Un equipo del Laboratorio Nacional de Los Álamos, en Nuevo México, sostiene que el grupo de Robock ha sobrestimado la cantidad de hollín que produciría una ciudad y la altura a la que llegaría el humo.

El grupo de Los Álamos usó sus propios modelos para simular el impacto climático de que India y Pakistán lanzasen cien bombas como la de Hiroshima. Vieron que llegaría mucho menos humo a la atmósfera superior de lo que Toon y Robock decían. Con menos hollín que oscurezca los cielos, el equipo de Los Álamos calculó un cambio climático mucho más moderado. No habría invierno nuclear.

La diferencia entre los grupos se reduce a la diferencia entre cómo son sus simulaciones de la cantidad de combustible que consume una tormenta de fuego y de la conversión de ese combustible en humo. «Tras la explosión de un arma nuclear las cosas son complejísimas», dice Jon Reisner, físico que dirige el equipo de Los Álamos. «Sabemos modelizar la fuente y sabemos también cómo es la combustión. Creo que la idea que nos hacemos de cuánto hollín se genera en potencia es mejor». Reisner está estudiando también los incendios canadienses para ver el grado en que sus modelos aciertan en su reproducción de la cantidad de humo que ingresa en la atmósfera desde un bosque que arde.

Robock y sus colaboradores han replicado mediante un toma y daca de respuestas en las revistas profesionales. Entre otras cosas, dicen que el equipo de Los Álamos simuló la quema de espacios más verdes en vez de una ciudad densamente poblada.

Mares oscuros

El grupo de Robock ha publicado, en medio de este vivo debate, unos resultados que muestran una amplia variedad de efectos de las explosiones nucleares.

Entre ellos se cuentan las consecuencias para los océanos; es la primera vez que se hace, cuenta un miembro del equipo, Nicole Lovenduski, oceanógrafa de la Universidad de Colorado Boulder. Cuando Toon se puso en contacto con ella para que trabajase en el proyecto, dice que pensó que «vaya tema tan sombrío». Pero se sintió interesada por cómo se iría desenvolviendo la investigación. Suele estudiar el cambio de los océanos en un mundo que se va calentando gradualmente en vez de padecer el rápido enfriamiento de un invierno nuclear.

Lovenduski y sus colaboradoras se valieron de uno de los principales modelos climáticos para estudiar lo de la guerra entre Estados Unidos y Rusia. «Es el caso del martillo, y lo que se martillea es el sistema de la Tierra entero», dice. Encontraron que pasados uno o dos años de la guerra nuclear el enfriamiento global afectaría a la capacidad de los océanos de absorber carbono, con lo que su pH se pone por las nubes. Es lo contrario de lo que ocurre hoy, que los océanos están absorbiendo dióxido de carbono atmosférico y las aguas se vuelven más ácidas.

Estudió además lo que le pasaría a la aragonita, un mineral que se encuentra en el agua del mar que los organismos marinos necesitan para construir sus caparazones y conchas. En un plazo de dos a cinco años tras el conflicto nuclear, los oscuros y fríos océanos empezarían a tener menos aragonita, y eso pondría en peligro a los organismos, explica el grupo.

En las simulaciones, algunos de los mayores cambios de la aragonita se producían en regiones que albergan arrecifes de coral, como el sudoeste del océano Pacífico y el mar Caribe. Da a entender que los ecosistemas de los arrecifes de coral, que ya están estresados por el calentamiento y las aguas acidificadas, sufrirían particularmente durante un invierno nuclear. «Estos son cambios del sistema oceánico que nadie había tenido antes en cuenta», afirma Lovenduski.

Y esos no son los únicos efectos en los océanos. A los pocos años de una guerra nuclear, un «El Niño nuclear» se extendería por el Pacífico, según Joshua Cope, estudiante de doctorado en Rutgers. Sería una versión turbo del fenómeno conocido como El Niño. En el caso de una guerra nuclear entre Estados Unidos y Rusia, los oscurecidos cielos harían que los alisios invirtiesen su dirección y que el agua se acumulase en el este del Pacífico. Como ocurre en un El Niño, sequías e intensas lluvias afectarían a muchas partes del mundo durante siete años incluso, explicaba Coupe el mes de diciembre pasado en una reunión de la Unión Geofísica Americana.

Más allá de los océanos, el equipo de investigación ha encontrado grandes efectos negativos para los cultivos terrestres y la producción de alimentos. Jonas Jägermeyr, investigador de la seguridad alimentaria del Instituto Goddard de Estudios Espaciales, de la NASA, en la ciudad de Nueva York, se valió de seis de los modelos de las cosechas más usados para evaluar de qué modo afectaría un invierno nuclear a la agricultura. Hasta una guerra relativamente pequeña, como la de India y Pakistán, tendría efectos catastróficos para el resto del mundo, tal y como explica con sus colaboradores en los Proceedings of the National Academy of Science. En el plazo de cinco años, la producción de maíz caería un 13 por ciento, la de trigo un 11% y la de soja un 17%.

Las zonas más afectadas serían las de las latitudes medias, donde hay despensas de grano como el Medioeste estadounidense y Ucrania. Las reservas de grano se agotarían en un año o dos. La mayoría de los países se quedaría sin la posibilidad de importar alimentos de otras regiones porque estas también sufrirían grandes pérdidas en sus cosechas, dice Jägermeyr. Es el examen más detallado que se haya efectuado de cómo afectarían las secuelas de una guerra nuclear a la provisión de alimentos, añade. Los investigadores no han calculado explícitamente cuántas personas morirían de hambre, pero sostienen que la hambruna subsiguiente sería la peor de la historia documentada.

Los agricultores podrían reaccionar plantando maíz, trigo y soja en partes del mundo que seguramente estarían menos afectadas en un invierno nuclear, dice Deepak Ray, investigador de la seguridad alimentaria de la Universidad de Minnesota en San Pablo. Esos cambios ayudarían a amortiguar el shock alimentario, pero solo parcialmente. El balance sigue siendo que una guerra en la que se usaría menos de un uno por ciento del arsenal nuclear del mundo podría destrozar el suministro mundial de comida.

«El sorprendente hallazgo», dice Jägermeyr, «es que incluso una guerra a pequeña escala tiene repercusiones mundialmente devastadoras».

Alexandra Witze /Nature

Artículo traducido y adaptado por Investigación y Ciencia con el permiso de Nature Research Group.

Referencia: «A regional nuclear conflict would compromise global food security», de Jonas Jägemeyr et al. en PNAS, 16 de marzo de 2020;«The Potential Impact of Nuclear Conflict on Ocean Acidification», de Nicole S. Lovenduski et al., en Geophysical Research Letters (21 de enero de 2020).