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¡Qué muerte más tonta!

Pinkerton con Abraham Lincoln

Hay muertes míticas, las hay memorables y las hay estúpidas. Lo malo de la muerte es que, una vez que llega ya no puede repetirse.

Ahí está Allan Pinkerton (1819-1884), creador de la primera agencia de detectives del mundo. El escocés se resbaló un día, se mordió la lengua, que se infectó y le llevó a la tumba.

Tampoco se salva Antonio Gaudí (1852-1926), que falleció a los 74 años cuando al cruzar la Gran Vía barcelonesa fue arrollado por un tranvía.

El genial dramaturgo Tennessee Williams (1911-1983) murió en su baño cuando, tratando de abrir con la boca un bote de pastillas, el tapón finalmente salió disparado hacia su garganta y lo asfixió.

De otro tipo de asfixia involuntaria fue protagonista la conocida bailarina estadounidense Isadora Duncan (1877-1927) que le hubiese sido mucho mejor haberse olvidado la bufanda en casa, ya que su echarpe le causó la muerte por fractura de las cervicales al enredarse en la rueda de un coche.

Quizás la muerte más estúpida de la Historia es la de François Vatel (1631-1671), cocinero de Luis XIV. Horas antes de que comenzara una cena para 2.000 personas, el inventor de la crema chantilly se atravesó el corazón con una espada. ¿La causa? no pudo afrontar que el marisco llegara a su cocina con retraso.