Inicio Intelectualidad Santiago Ramón y Cajal ante los secretos del cerebro

Santiago Ramón y Cajal ante los secretos del cerebro

Ramón y Cajal

En el desierto que era la ciencia española de la segunda mitad del siglo XIX, en un país dominado casi todo el tiempo por los más refractarios al progreso, surgió un brote verde inesperado, el doctor Santiago Ramón y Cajal (1852-1934), nacido y criado, además, lejos de los centros de poder del país.

Desde unos comienzos modestos, estaba llamado a revolucionar el estudio del cerebro realizando una de las aportaciones más relevantes y duraderas: el hallazgo y definición de las neuronas, así como del funcionamiento conectivo de éstas en nuestro organismo. Las neuronas han permitido entender nuestra actividad cerebral, y su articulación operativa ha sido reproducida en muchísimas otras materias, como la inteligencia artificial o el propio diseño de Internet.

Santiago había nacido en la España profunda, en el campo navarro, y su infancia transcurrió por pequeños pueblos aragoneses a los que iba siguiendo los destinos que le eran asignados a su padre, un médico cirujano.

SU GRAN PASIÓN: EL DIBUJO

Desde pequeño mostró un gran interés por la naturaleza: le encantaba estudiar los animales que veía por los campos, o tratar de comprender fenómenos naturales como un rayo que caía sobre una iglesia. Pero esa pasión no la trasladaba al colegio, así que su padre –harto de su escaso rendimiento– lo internaría en los Escolapios y le obligaría a trabajar de aprendiz en diversas profesiones, como barbero o zapatero.

El cambio fundamental llegó cuando su padre le empezó a explicar la anatomía, una disciplina que le fascinó y a la que aplicó su gran pasión, que era el dibujo, que su progenitor menospreciaba pero que se revelaría como de enorme importancia para plasmar sobre papel lo que observaba en el laboratorio. Estos intereses le llevarían a licenciarse en Medicina.

Con el final de los estudios universitarios, llegaba el momento del temido servicio militar. Ramón y Cajal acabaría por marchar, con el grado de capitán, a Cuba, un país que se imaginaba como un vergel natural y en el que se vería, para su desencanto, inmerso en una de las peores zonas pantanosas durante uno de los episodios de la Guerra de la Independencia. Como tantos de los soldados a los que hubo de atender, el médico también cayó víctima del paludismo, con pronóstico grave, y acabó por ser licenciado en 1875. No fue la única experiencia negativa, ya que el caos burocrático y la picaresca y corrupción en el seno del Ejército minarían también su ánimo.

EL PRIMER NOBEL CIENTÍFICO ESPAÑOL

Si algo positivo tuvo Cuba para él fue que con parte del dinero ahorrado allí se pudo pagar su primer microscopio. A la vuelta, y repuesto por los cuidados maternales, inició su carrera como investigador. Desgraciadamente, no le faltaba qué investigar: vivió la epidemia de tuberculosis de Zaragoza en 1878 y la de cólera de Valencia en 1885. En 1888, se trasladó a Barcelona para ocupar la recién creada cátedra de Histología (el estudio de los tejidos orgánicos). Ese fue su “año cumbre”, como él mismo dijo, en el que descubrió el funcionamiento del sistema nervioso y concluyó que el tejido cerebral estaba formado por células individuales.

La rápida aceptación de su teoría, la traducción al francés de la principal obra en que la divulgaba y el apoyo entusiasta de algunos médicos europeos fueron los factores que le dieron fama internacional. Y así, en 1906, el que había firmado veinte años antes artículos de divulgación con el seudónimo de Doctor Bacteria en la revista zaragozana La Clínica se convertía en el primer científico español laureado con un Premio Nobel.