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Un siglo de anillamientos de aves

Corría el año 1902. Paul Bartsch, especialista en moluscos del Instituto Smithsoniano, se propuso averiguar si los caracoles acuáticos que estaba investigando podían propagarse de una masa de agua a otra gracias a las aves acuáticas. Para ello, necesitaba rastrear los desplazamientos de las aves. Bartsch trazó un plan. Colocó anillas de aluminio ligero con una inscripción del año, el número de serie y el remite del instituto en la pata de 23 martinetes comunes que había capturado en el río Anacostia a las afueras de Washington, D.C. Bartsch. Y, después, aguardó la llegada de noticias de las aves anilladas: dónde se las había avistado y qué había sido de ellas.

Solo recibió nuevas de uno de los 23 martinetes. El ave fue abatida poco después de ser anillada, pero su hallazgo reveló hacia dónde se había dirigido: el martinete apareció en Abington (Maryland), más de 88 kilómetros al noreste del lugar en el que Bartsch la había liberado. Aunque la información inicial obtenida fuera escasa, el método para recabarla fue revolucionario: Bartsch se convirtió en la primera persona en Norteamérica en anillar de forma sistemática a las aves con fines de investigación científica. [En Europa, los primeros anillamientos científicos se realizaron en 1890, y en España, en 1931.]

Al año siguiente, Bartsch colocó anillas con un número de serie a más martinetes, y varios investigadores empezaron a marcar a otras aves en distintos lugares de Norteamérica. En 1920, se fundó en los EE.UU. la oficina federal de anillamiento de aves. Conocida hoy en día como Laboratorio de Anillamiento de Aves del Servicio Geológico de los EE.UU., la entidad colabora con su homólogo canadiense para administrar el Programa Norteamericano de Anillado de Aves, que alberga más de 77 millones de registros de anillamientos y más de 5 millones de encuentros con aves marcadas en los últimos cien años. El programa envía a anilladores de EE.UU. y Canadá alrededor de un millón de anillas cada año, además de añadir a su base de datos cerca de 100.000 nuevos registros de recuperaciones. Las aves también pueden portar marcadores auxiliares, como anillas de colores o emisores por satélite. Investigadores de todo el mundo recurren a estos datos para el seguimiento de aves migratorias y residentes.

Los estudios de anillamiento han iluminado la vida secreta de la gran mayoría de las más de 900 especies de aves que habitan de forma temporal o permanente en Norteamérica, desde las aves rapaces o las anseriformes, a las aves marinas o las cantoras. El proyecto de monitorización del halcón peregrino en la costa del estado de Washington ha revelado que, además de cazar en pleno vuelo, este depredador asombroso (la especie más rápida del planeta) también ejerce con cierta frecuencia de carroñero. En el atolón de Midway, una hembra de albatros de Laysan llamada Wisdom, anillada por primera vez en 1956 y observada la última vez en noviembre de 2020 incubando otro huevo, ha ayudado a desvelar que las aves marinas viven y se reproducen durante mucho más tiempo de lo que se pensaba.

En muchos casos, los datos de anillamiento han ayudado a identificar especies y poblaciones en peligro, además de contribuir a la planificación de estrategias de gestión destinadas a la protección de la fauna aviar. La grulla trompetera, una espectacular ave originaria de Norteamérica de un metro y medio de altura provista de un brillante plumaje blanco, es una de las flamantes historias de éxito de las tareas de anillamiento, tal y como relata Antonio Celis-Murillo, jefe del Laboratorio de Anillamiento de Aves. En la década de los 40 del siglo pasado, esta especie se encontraba al borde de la extinción. Su última población había menguado hasta unos escasos 16 ejemplares debido a la caza no regulada por su carne y vistosas plumas, además de por la pérdida de los humedales en los que habita. Hoy en día, tras cinco décadas de cría en cautividad y un seguimiento minucioso de las grullas marcadas, existen cuatro poblaciones de grullas trompeteras silvestre que, en total, comprenden más de 660 aves. La especie sigue en peligro, pero la tendencia va en la dirección correcta.

Celis-Murillo explica que, en los últimos años, los científicos que trabajan con los datos de anillamiento han puesto el foco en salvar no solo a las aves, sino también sus hábitats. Por ejemplo, los estudios de anillamiento han localizado una importante área de invernada, hasta ese momento desconocida, de la subespecie atlántica del chorlitejo silbador, una pequeña ave limícola de color arena que corretea por la orilla alimentándose de gusanos y otros invertebrados. Alrededor de un tercio de esta subespecie, que nidifica a lo largo de la costa atlántica, reside durante los meses de invierno en un conjunto de islas de las Bahamas denominadas cayos Joulter. El descubrimiento contribuyó a que la zona se designara parque nacional protegido en 2015.

El anillamiento de aves siempre ha dependido de científicos aficionados, desde los voluntarios que cursan una formación rigurosa para atrapar y anillar a las aves hasta las personas que informan de sus avistamientos. Según el biólogo Danny Bystrak, del Laboratorio de Anillamiento de Aves, la mayoría de encuentros entre seres humanos y aves marcadas se solían producir entre cazadores y aves anseriformes. De hecho, uno de los principales usos de los datos de anillamiento es la elaboración de normativa cinegética encaminada a mantener poblaciones sostenibles de aves de caza.

Con todo, las preferencias están cambiando. La caza va en declive, mientras que la observación y fotografía de aves está en auge, señala Celis-Murillo. Esa tendencia podría arrojar un rayo de luz a la oscuridad pandémica. Con tantos de nosotros entregados a la observación de aves en esta época solitaria, el experto predice una escalada en el número de avistamientos de aves anilladas, que pueden notificarse en esta web del laboratorio. Los datos obtenidos darán alas a los nuevos estudios sobre las aves y sus hábitats.

Kate Wong (texto), Jan Willem Tulp (gráficos) y Liz Wahid (ilustraciones de las aves)