Inicio Internacional Cinco historias, cinco años después de la sequía en Mauritania

Cinco historias, cinco años después de la sequía en Mauritania

(De la enviada especial de Europa Press, Rocío Martínez Posada) –

Mauritania sufrió en 2012 una sequía como no se recordaba desde hacía décadas. Sus cuatro millones de habitantes acumulan años de una pobreza que alcanza al 31 por ciento de la población y que en zonas rurales se dispara porque los únicos medios de vida, la tierra y los animales, dependen del agua.

LA ARQUITECTA DE LOUDEYE

Fatimetou Bouchama es una superviviente. Aparenta 60 años, aunque su documento de identidad –a menudo poco fiable en Mauritania– indica que tiene 77 y su fortaleza podría situarla en el consejo de sabios de Loudeye, una aldea en pleno desierto, a unos 100 kilómetros de Kaedi, el núcleo urbano más próximo.

Fatimetou se ha casado dos veces. Su primer marido murió enfermo. Le recuerda con cariño porque «era un hombre trabajador» que se encargaba de cultivar la tierra y cuidar el ganado, de que sus cuatro hijos tuvieran lo necesario para que ella, cumpliendo con el rol que la sociedad mauritana deja a las mujeres, pudiera dedicarse a los niños y el hogar.

Esos tiempos ya pasaron. Volvió a casarse para no quedarse desamparada y lo hizo con un hombre que le dio otros cuatro hijos pero poco más. «No hace nada», se lamenta y muestra indignada las heridas de las manos que atestiguan el duro trabajo que hace como cabeza de familia.

Pablo Blázquez Domínguez/Save The Children

Ella misma tuvo que construir la casa en la que viven, una choza erigida sobre una hilera de troncos que sujetan una placa metálica. Sentada en una esterilla sobre el suelo de arena, confiesa que cada año cuando llega la época de lluvias -entre mayo y agosto– teme que esta endeble construcción se desmorone.

Ahora es ella quien trabaja la tierra, se encarga del ganado -que deambula a su antojo por la casa– y tiene que ir todos los días a por agua a un pozo situado a unos 100 metros pero cuyas dimensiones obligan a recurrir a la fuerza de burros y camellos –animales que no tiene– para conseguir agua.

Pese a todo, respira aliviada porque su hijo mayor, de unos 20 años, se ha casado con una joven aún distante de la veintena con la que reparte las tareas domésticas. Para Fatimetou se vislumbra una nueva etapa. Su nuera, a la que sonríe agradecida, ya le ha dado un nieto, de apenas doce meses, que vino al mundo en un hospital, algo que ella nunca pudo hacer con sus ochos hijos.

Pablo Blázquez Domínguez/Save The Children

MADRE Y LIDERESA

Bitu Khawari es la ‘relae’ comunitaria de Hay Mahdra, otro pueblo desértico de Brakna. Su vida cambió cuando Save the Children, que trabaja en la zona desde la gran sequía para prevenir la desnutrición infantil, la eligió para enseñar a sus vecinas cómo proteger a los niños frente a la escasez de agua y comida.

«Me eligieron porque sabía leer y escribir», cuenta y explica que aprendió en un colegio laico al que fue hasta los diez años, cuando tuvo que abandonar los estudios para «prepararse» para casarse, algo que hizo cinco años después. Además, subraya, siempre se ha llevado muy bien con las mujeres del pueblo, que la escuchan y piden consejo. «Eso es importante», remacha.

Su trabajo es aprender nociones básicas de higiene y seguridad alimentaria para transmitir estos conocimientos a las demás mujeres. Enseña que hay que lavar las manos y los utensilios antes de cocinar y que el agua debe desinfectarse para evitar diarreas. También, que es necesario ir al médico durante el embarazo y para el parto.

Le gusta la labor que hace y, a sus 27 años, quiere seguir formándose porque sabe que el futuro de sus cuatro hijos depende solo de ella. Su marido, como es habitual en Brakna, partió a Nouakchott en 2012 para buscar trabajo fuera del ámbito rural y desde entonces solo aparece «de vez en cuando», incluso pasados varios años, y con poco dinero para tantas bocas.

Está convencida de que, igual que en su caso, la educación será fundamental para sus hijos, de entre dos y diez años. «Daría todo el oro del mundo» porque estudiaran «lo máximo posible». De momento, los dos pequeños van a la madrasa (escuela coránica) y los otros dos a un colegio normal. Bitu se queja de que no sirve de mucho porque «los profesores no se suelen quedar por las duras condiciones de vida» en la región. «Si pudiera, les llevaría a un colegio privado», afirma.

Pablo Blázquez Domínguez/Save The Children

EL CONSEJO DE SABIOS

Los hombres son quienes toman las decisiones en Mauritania y en los pueblos empobrecidos del sur esto tiene –si cabe– mayor trascendencia, ya que constituyen el consejo de sabios, una alta autoridad formada por líderes sociales y religiosos que se ocupa de elegir a las familias que se beneficiarán de la ayuda entregada por Save The Children.

En la comuna de Maal, el día que se hace el reparto se multiplican los «sabios» porque se juntan los representantes de los nueve barrios en los que quedó dividido el pueblo por disputas entre etnias. Todos quieren hacer oír su voz y en su propio idioma, el poular para unos y el hassanye para otros. La suma es una torre de babel ingobernable.

«Es un honor representar a nuestro pueblo», dice el más anciano, al que todos ceden la palabra porque la jerarquía social impone la veneración a los mayores. Es también una «gran responsabilidad», pues de ellos depende que los problemas de su gente lleguen a autoridades y ONG y reciban la ayuda que necesitan.

«Ha habido muchas mejoras» desde que las organizaciones humanitarias intervinieron en Brakna, destaca. El dinero y la harina enriquecida que les dan para pasar el ‘soudure’, el periodo en el que ya se han agotado las reservas de agua y comida y todavía no llueve para sembrar, les permiten sobrevivir estos meses.

Las mujeres, por su rol como garantes del bienestar familiar, son quienes reciben directamente el efectivo y los alimentos y las lecciones para sacar el máximo partido a sus limitados recursos. Esto les da un poder inusitado en un esquema patriarcal, algo que parece preocupar al consejo de sabios.

«Ahora ellas saben muchas cosas y cuando hacemos algo mal nos corrigen y nos dicen cómo debemos hacerlo», dicen entre risas, aunque visiblemente molestos. Su petición: que también les enseñen a ellos para no quedar relegados. «Queremos aprender a hacer cosas», reclaman.

Pablo Blázquez Domínguez/Save The Children

UNA ALUMNA AVENTAJADA

Aminatu, de nueve años, está en la medianía de una familia de siete hermanos de entre 20 meses y 15 años. Vive en Elwasta, que -como muchas localidades cercanas– está habitada por haratines, una etnia de antiguos esclavos que recuperó la libertad hace solo una década.

Aminatu destaca entre sus muchos hermanos porque es la única que sabe leer y eso la sitúa entre los diez mejores alumnos de su clase. Su hermana Aichetou, unos años menor, le pisa los talones. Ya va en el puesto14 del ranking y aspira a igualar la marca de su hermana mayor, de la que no se separa.

Todos los hermanos van a la madrasa, por la que tienen que pagar y que en Mauritania -una República Islámica– es la única forma de cubrir los primeros años de educación infantil, así como al colegio laico, que es gratuito.

En un primer arrebato, afirma que quiere ser profesora, para hacer con otros niños lo que ahora hacen con ella. Luego lo piensa mejor y responde: «médico», para poder ayudar a la gente de su pueblo porque «hay muchos enfermos».

Pablo Blázquez Domínguez/Save The Children

EL JOVEN AGUADOR

Mamadou, 15 años. Se define, ante todo, como futbolero. Cada vez que va a Nouakchott desde la remota villa de Essade Hay Towress, también en Brakna, aprovecha para ver los partidos de las grandes ligas. No tiene un equipo preferido pero lo cierto es que lleva un chándal desgastado del Real Madrid.

Su vida, sin embargo, deja poco tiempo para el entretenimiento. Camina tres kilómetros a diario para ir al colegio y la madrasa, que prefiere porque “el profesor es mejor”. Su objetivo, como el de Aminatu, es llegar a ser médico. La vocación le surgió cuando tuvo que ir al hospital, a ocho kilómetros, tras romperse un brazo jugando al fútbol.

La tarea que más horas come a su día es la búsqueda de agua. A dos kilómetros hay un pequeño pozo familiar excavado por él y su tío en una llanura arenosa preñada de perforaciones similares. “Ha habido algunos accidentes” porque el terreno es inestable. “Estamos pensando en poner cemento” para reforzarlo y evitar que se venga abajo, comenta.

Mamadou y los burros que tiran de su carro regresan cada día con un botín de unos 15 bidones con capacidad para 20 litros. Aunque parece mucho, las reservas no llegan más que a la mañana siguiente porque abastece a una familia de once miembros: cinco hermanos, cuatro primos, el padre y la madre.

Para Mamadou la estación lluviosa es la mejor del año. Puede espaciar las visitas al pozo y dedicar sus horas a otras cosas importantes para él y los suyos, como los cultivos y los animales. Lo tiene claro: “si tuviera una varita mágica la utilizaría para quitar la sed a todo el mundo”.