Inicio Internacional Ciudad minera ucraniana Soledar solo quiere «paz y silencio»

Ciudad minera ucraniana Soledar solo quiere «paz y silencio»

De Soledar solo queda una iglesia, una tienda de comida, una ferretería en el sótano y muy poco más. Muy cerca del frente, la ciudad minera del este de Ucrania -donde aún sobreviven algunos miles de habitantes- es bombardeada sin tregua desde hace más de tres meses.

El ruido de las explosiones desgarra, a intervalos regulares, la atmósfera fantasmal.

Soledar, «don de la sal», toma su nombre de la gran mina de dicho mineral situada en su entrada. Explotada por la empresa ucraniana Artemsol, que extraía millones de toneladas cada año, la mina era también un lugar turístico, por sus «mágicas esculturas de sal», alabadas por los folletos turísticos.

La ciudad, que contaba con unos 15.000 habitantes antes de la guerra, era también conocida por su sanatorio subterráneo que trataba las enfermedades pulmonares.

Eso era antes de la invasión. Antes de que se encontrara en el camino de las tropas rusas que quieren apoderarse de la región de Donetsk.

Hoy, la mina -bombardeada varias veces- fue cerrada. Los habitantes huyeron y, según las estimaciones de las pocas personas presentes, no deben quedar más de 2.000 personas en la ciudad fantasma, abandonadas a su suerte.

Los edificios a lo largo de la calle principal están medio destruidos o ennegrecidos por el humo.

El Centro Cultural está totalmente devastado. En las ruinas, que aún huelen a humo, se distinguen papeles dispersos y un teléfono descolgado sobre un escritorio.

«En la noche del 9 al 10 de julio una decena de misiles cayeron sobre Soledar», recuerda Tetiana, una mujer que camina acompañada de su hija de 5 años y su madre de 67.

El gran edificio se incendió durante varios días debido a la falta de bomberos para apagar las llamas. «No hay más autoridades, ni policía, ni médico, ni farmacia. Todos se han ido. Nos abandonaron», añade.

Una elegante dama, con cabello blanco cortado corto, aparece en una calle desierta, escoltada por cinco gatos.

Sonriente pero asustada, Liudmila explica que su marido, discapacitado, no puede moverse. «También están los gatos abandonados, no puedo dejarlos», explica esta antigua maestra, mientras se dirige a una de las últimas tiendas de alimentos abiertas en la ciudad.

Es abastecida por voluntarios que vienen dos veces por semana, desafiando los disparos y las bombas.

Debajo de la tienda, en el sótano, una gran ferretería sirve ahora como punto de encuentro. Vende cilindros de gas, clavos, pero también vajilla y ropa blanca.

Es uno de los pocos lugares en los que uno puede sentirse un poco seguro y relacionarse con sus semejantes.

Como en todas las ciudades del frente oriental de Ucrania, los que quedan no pueden o no quieren irse.

Apoyada en su balcón, una antigua empleada de banco, Larissa, interpela a los periodistas. «¡Solo queremos quedarnos en casa! ¡No somos separatistas! Escríbalo: no somos separatistas», repite.

Las autoridades regionales instan regularmente a los habitantes a evacuar, y los que quedan son considerados a menudo como prorrusos a la espera de la llegada de las fuerzas de Moscú.

Pero a Lía Cherkashina, de 84 años, no le importan los rusos ni los ucranianos. Sentada frente a su casa, la anciana suplica que le llenen sus 5 botellas en la bomba de agua que aún funciona.

Ayer, un hombre le prometió llevarle agua a cambio de una botella de vodka, que no tiene.

Desde su balcón, Larissa lanza un último grito «Solo queremos paz. Paz y silencio».

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