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Putin y el alcalde de Moscú traman la mayor expropiación de viviendas de la historia

La medida amenaza con provocar un cataclismo social capaz de desestabilizar el régimen en Rusia

Tras la apariencia de un atractivo y ambicioso plan de «renovación» arquitectónica de la capital rusa, el presidente Vladímir Putin y el alcalde de Moscú, Serguéi Sobianin, se proponen llevar a cabo la mayor expropiación de viviendas de la historia de Rusia. Pretenden desalojar de sus casas para su demolición a más de un millón y medio de propietarios —más de un 10% de la población de la ciudad— y realojarlos en otras viviendas cuyas condiciones, ubicación y calidad se desconocen por el momento.

La medida amenaza con provocar un cataclismo social que podría llegar a desestabilizar el régimen de Putin, quien previsiblemente optará para un nuevo mandato en las elecciones presidenciales de marzo de 2018. El domingo ya hubo una protesta en el centro de Moscú que reunió a más de 20.000 personas.

La orden de acometer un proyecto de tan mastodóntica amplitud fue dada por Putin en febrero a propuesta de Sobianin. Se trata, según explicaron, de acabar con las antiestéticas viviendas prefabricadas de cinco plantas construidas en la época del dirigente soviético, Nikita Jrushiov —1953-1964—, las llamadas «jrushovki».

El estado de gran parte de ellas deja mucho que desear, ya que se construyeron con paneles de muy baja calidad durante los años 50 y 60 del siglo pasado en pleno boom demográfico posbélico. Fueron diseñadas para durar solamente 25 años y llevan ya en pie más de medio siglo. Son feas, los pisos diminutos, carecen de ascensor y son muy frías en invierno. Además de «jrushovki» las llaman «neveras», «cajas de cerillas» y «piatietazhki» —de cinco pisos—. Sus instalaciones eléctricas y las tuberías están ya para el arrastre.

Sin embargo, el dirigente opositor, Grigori Yavlinski, que encabeza la formación liberal Yábloko, no cree que Putin y Sobianin estén realmente preocupados por los sufrimientos de quienes viven en las «jrushovki». A su juicio, a las autoridades rusas «les mueve algo mucho más prosaico (…) conseguir dinero para el presupuesto, prestar apoyo a las constructoras -ahogadas por las deudas y la reducción de beneficios- y, sobre todo, evitar que reviente la burbuja inmobiliaria».

Los expertos subrayan el hecho de que en el centro de Moscú y en los barrios bien comunicados y con zonas verdes, que son los más deseados por los compradores de inmuebles, no quedan ya casi espacios edificables, pero sí hay muchas viviendas destartaladas de cinco, diez e incluso veinte pisos. Su demolición permitiría levantar en el mismo lugar edificios altos que multiplicarían por cinco el número de metros cuadrados existentes actualmente y que, dada su localización, los inversores no dudarían en adquirirlos de inmediato.

Se evitaría así que caigan los precios de las viviendas, el Ayuntamiento moscovita recuperaría la inversión destinada a las demoliciones, aumentaría sus ingresos y las constructoras inmobiliarias, detrás de las que está la mano de algunos funcionarios, ganarían dinero para devolver sus créditos y mantenerse a flote. Por último, los bancos podrían permitirse volver a fiar. Un esquema casi perfecto si no fuera porque debajo de todo el entramado está el ciudadano de a pie.

«Si algo nos queda todavía después de las fraudulentas privatizaciones de los años 90, la subida de los precios y el ninguneo que padecemos de parte del poder es nuestra casa. Si no las quitan, ya sería lo último», asegura Svetlana, una mujer de unos cincuenta años que vive en una «jrushovka» en la calle Orshánskaya del barrio de Kúntsevo, en la parte oeste de Moscú. El edificio figura en la lista, publicada en una web oficial creada al efecto, de los más de 4.500 que serán derribados en la primera fase.

Desde el 15 de mayo y hasta el 15 de junio, todos los inquilinos de los pisos afectados podrán votar si están o no de acuerdo con la demolición. Según las normas establecidas por el Ayuntamiento, la decisión final necesita los dos tercios de los votos afirmativos, pero el que no vote, y ahí está la trampa, deberá saber que su opinión se contabilizará como positiva, es decir, a favor del plan de «renovación». «Claro, el que calla otorga», alerta el ex diputado ruso, Guennadi Gudkov.

Svetlana se queja también de que «vamos a votar a ciegas porque la ley -aprobada ya en primera lectura el 20 de abril- para llevar a cabo el plan no se aprobará hasta más allá de julio y no sabemos con qué nos vamos a encontrar después de haber tomado la decisión». La diputada Galina Jovánskaya admite que «el texto de la ley necesita ser modificado a fondo».

La oposición etraparlamentaria está aprovechando lo que consideran un «fallo» del Kremlin, el haber planteado una iniciativa tan polémica a menos de una año de los comicios presidenciales. Tanto el bloguero Alexéi Navalni, como Yavlinski, Gudkov. el ex primer ministro, Mijaíl Kasiánov, o el periodista y escritor, Dmitri Bikov, recuerdan a los moscovitas los abusos que hubo con las expropiaciones para construir las infraestructuras de la Olimpiada de Invierno de Sochi, en 2014, cuando los afectados no recibieron las indemnizaciones estipuladas. O cómo las compensaciones por pérdida de la vivienda a los damnificados de inundaciones, incendios, otras catástrofes o guerras como la de Chechenia nunca llegaron a sus destinatarios.

El resultado es que la gente está empezando a tomar conciencia de la necesidad de organizarse para no ser «engañados» y el poder ha tenido que recular. De hecho, el proyecto de ley que dará cobertura legal a las expropiaciones sufre modificaciones casi a diario. El economista ruso, Ígor Nikoláyev, cree que el Kremlin y el Ayuntamiento de Moscú «se han precipitado y ahora les va a costar rectificar». En otros países del antiguo bloque comunista, especialmente en la Alemania del Este, según el arquitecto ruso, Yuri Ejin, «las «jrushovkas no se derribaron. fueron renovadas, modernizadas y mejoradas» con obras que, a juicio de Yavlinski, «fueron mucho más rápidas y baratas».