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Canto general a Pablo Neruda

Nació

la palabra en la sangre,

creció en el cuerpo oscuro, palpitando,

y voló con los labios y la boca.

—“La palabra”.

En la madrugada del 11 de septiembre de 1973, algunos generales de las fuerzas armadas chilenas llevaron a cabo un golpe de Estado contra el gobierno del presidente Salvador Allende, elegido democráticamente y de ideología marxista-socialista. Las fuerzas aéreas bombardearon el palacio presidencial, mientras las tropas de infantería tomaban masivamente el territorio. Allende se suicidó para evitar ser capturado.

Doce días más tarde, y tras padecer un grave cáncer de próstata, Pablo Neruda, figura central de la izquierda chilena y amado poeta, moría en un hospital de Santiago. Muchos dicen que se le partió el corazón al ver a su querido país arrollado por el terror; a sus amigos, torturados; y el progreso social por el que tanto habían luchado, destruido en un momento. Mientras él yacía en el hospital, los militares saquearon su casa.

El funeral de Neruda se convirtió en el primer acto público de resistencia contra la dictadura militar de Augusto Pinochet. Mientras miles de chilenos eran arrestados por el régimen y muchos más sufrían la violencia militar o “desaparecían”, los amigos y seguidores de Neruda, su pueblo —aquellos que todavía no habían sido forzados a esconderse— marcharon por las calles de Santiago con su féretro gritando su nombre. Durante toda su vida, Neruda había luchado por la paz y la justicia de su pueblo, con su pluma y con su quehacer. Ahora que los militares les habían arrebatado sus libertades, Neruda —aun muerto— hablaba una vez más por ellos.

Sus amigos más íntimos y algunos embajadores extranjeros escoltaron su féretro desde el hogar de su poesía hasta el cementerio. Aquella mañana corrió por todo Santiago, como un reguero de pólvora, que una gran multitud se estaba uniendo a la comitiva del funeral de Neruda. A pesar de los soldados apostados en las calles, armados con rifles automáticos, cientos de personas iban llegando de todas partes para proclamarlo como valeroso defensor de la verdad y para expresar su dolor por las cosas que habían sucedido en los trece días transcurridos desde el golpe. Lloraban la muerte de su poeta, la muerte y desaparición de sus amigos y familiares, y la muerte de su democracia.

Neruda se había convertido en un símbolo. A lo largo de su vida, se había posicionado activamente para desempeñar este papel. Desde su llegada a Santiago en 1922, siendo un joven y tímido anarquista, su súbita elección por el movimiento estudiantil para que fuera la voz de su generación, su elección por Allende y la turbulenta transición de Chile hacia el socialismo, Neruda fue el a lo que creía ser el llamado del poeta. Su sentido del deber como poeta entrañaba una obligación social, una vocación y un impulso. Por su parte, muchos trabajadores y activistas progresistas —no solo en Chile o en América Latina, sino por todo el mundo— lo adoptaron como héroe y lo reivindicaron como propio. Neruda fue “el poeta del pueblo” por antonomasia.

Procedentes de todos los ámbitos sociales y de todos los rincones de la dispersa ciudad de Santiago, los ciudadanos se iban uniendo a la larga procesión. Expresaban su dolor y cantaban por las calles, mostrando su resistencia y solidaridad con sus puños alzados. Su tristeza compartida produjo una fuerza unificadora. Aunque los soldados empuñaban sus armas y se mostraban preparados, solo podían mirar. Pinochet no se atrevió a hacer nada porque, tratándose de Pablo Neruda, las cámaras de los medios internacionales cubrían lo que estaba sucediendo en las calles. El mundo observaba.

Los asistentes andaban junto al vehículo fúnebre y llenaban las callejuelas. El ataúd cubierto de flores no estaba en el interior del vehículo, sino en su parte superior, para que el pueblo pudiera ver, por última vez, a su poeta. Con solemnidad, de forma desafiante, las gentes cantaban la Internacional, con los puños levantados: “Arriba los pobres del mundo, en pie los esclavos sin pan, alcémonos todos al grito: ¡Viva la Internacional!”.

Y por encima del dolor se elevaban los cantos: «¡No ha muerto! ¡No ha muerto! ¡Solo se quedó dormido! ¡Como duermen las flores cuando el sol se reclina! ¡No ha muerto, no ha muerto! ¡Solo se quedó dormido!».

Cuando la procesión llegó al cementerio principal de Santiago, el féretro fue llevado hasta la tumba, envuelto en el rojo, blanco y azul de la bandera chilena. Con las manos alrededor de la boca, como si de un megáfono se tratara, una mujer gritó sin temor: “¡Jota! ¡Jota! ¡Juventudes Comunistas de Chile!”. Y a continuación: “¡Compañero Pablo Neruda!”.

La multitud respondió: “¡Presente! ¡Está presente!”. “Compañero Pablo Neruda!”.

En el documento filmado de este momento histórico, su intensa emoción se plasma en la imagen de un hombre consternado, de rostro curtido y cabellos bien peinados al que le faltan algunos dientes, quien, con ojos llenos de lágrimas y un nudo en la garganta, lucha por decir “¡Presente!”. Este hombre encarna el amor que Chile sentía por Neruda: no solo los intelectuales o los militantes comunistas, sino los hombres y mujeres de a pie. Más allá de la política, para muchos, aquella marcha fue una expresión del alma de Chile, la esperanza y el orgullo del pueblo, y Neruda fue su catalizador.

«Neruda se había convertido en un símbolo. A lo largo de su vida, se había posicionado activamente para desempeñar este papel”.

Esta biografía nació veintiún años más tarde, en 1994, el año en que yo cumplí los veintiuno. Fascinado por América Latina, estudié en Centroamérica durante el penúltimo año de mis estudios en la Universidad de Michigan, donde me especialicé en Ciencias Políticas y Literatura Inglesa.

Había comenzado a interesarme por Neruda antes de aquel viaje y me llevé una edición bilingüe de sus poemas selectos que, en el futuro, me acompañarían en un espectacular recorrido.

Aquel año me encontré haciendo trabajo de campo en las tierras altas de El Salvador, observando la labor de la Asociación Nacional de Trabajadores del Campo, que ayudaba a la formación de cooperativas de café entre los campesinos. Esto fue tras las primeras rondas de reformas del territorio, dos años después de los acuerdos de paz que habían puesto fin a la horrible guerra civil que sufrió el país. La poesía de Neruda, que leía aquellas noches, hacía palpable y real la experiencia humana relacionada con la historia. La profunda y sencilla descripción de la humanidad que encontraba en los poemas de Neruda calaba en lo más hondo de mi ser.

Pocos años después de graduarme, me dirigí de nuevo al sur, con aquel mismo libro gastado en mi ajada mochila verde. Finalmente, llegué a Chile, ese país que se extiende como una delgada franja hacia la Antártida. Diferentes circunstancias me llevaron a trabajar en un rancho de su Valle Central, escondido entre los Andes y el mar. Aquel era sin duda parte del territorio de Neruda, su tierra: allí crecían los racimos de su vino tinto aterciopelado y las amapolas rojas que florecen en su poesía.

El rancho estaba cerca de la costa del Pacífico, fuente de tantas de sus metáforas. Su legendaria casa de Isla Negra no estaba demasiado lejos, al norte de la costa rocosa. Se extendía como el casco de un barco, porque Neruda era, como a él le gustaba decir, “un marinero en tierra”; aquella fue la nave desde la que escribió la mayor parte de su poesía durante la segunda mitad de su vida. Sus muros, a menudo curvos, estaban cubiertos de sus interminables colecciones, desde mascarones de proa hasta mariposas, todo ello mirando hacia la playa.

Pasé también un tiempo en la casa que Neruda tenía en Santiago, la capital de Chile. Como Isla Negra y La Sebastiana —otra casita que tenía en la preciosa ciudad portuaria de Valparaíso— se ha preservado como una casa museo. La Chascona se llamaba así por el indomable pelo rizado de su tercera esposa, Matilde Urrutia. Construyeron la casa como un refugio mientras su segunda esposa, Delia del Carril, aún estaba en vida.

Cuando me acerqué a la Chascona por primera vez, sentí una subida de adrenalina por todo el cuerpo. En medio de la espesa vegetación verde, vi que la casa estaba pintada de una especie de azul francés y descansaba en la parte superior de un muro de cálidas piedras grises y doradas que arrancaba de la calle. Tras la casa se elevaba una empinada colina, con lo que parecían habitaciones y protuberancias de piedra que surgían de un camino escalonado.

Entré en una habitación cerrada por pesadas puertas marrones. Para mi asombro, era una tienda de souvenirs. Resignado a las limitaciones del momento, compré una entrada.

Después entré en un patio abierto con una pérgola de madera cubierta de parras entrelazadas. Desde el patio, unas escaleras subían hasta el salón y otras habitaciones situadas a ambos lados. Su biblioteca y su sala de escritura estaban en la parte superior del alto, encima del dormitorio. En los suelos se alternaban las losas azules y amarillas, como los pisos de una extraña tarta de boda multicolor; el suelo amarillo tenía paredes circulares, mientras que el azul de arriba era una caja encantadora que se encaramaba entre las copas de los árboles. Una puerta blanca en una pared blanca presentaba un desigual mosaico de piedra. Aquella era sin duda la casa de un artista.