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Columna | Fuentes, intacto

Lees esa novela. Un libro de esa naturaleza no se escribe todos los días. Lees y relees ese libro. No puede estar dirigido a nadie más que a ti. Sólo falta añadir que tu nombre es Felipe Montero o el próximo o enésimo lector que se deje llevar por el embeleso de una novela que se filtra como cuento largo en la saliva de una madrugada o como nouvelle corta que se sueña en al atardecer de una sobremesa solitaria donde las nubes del café te han permitido ver pasar la vida por la banqueta, de ida y vuelta las caras de todos tus fantasmas y contadas ilusiones. Lees esa novela.

Se cumplen hoy cinco años de que Carlos Fuentes iniciara su estancia en un tiempo ya sin tiempo. Duele evocarlo ausente, pues en realidad ocurre muy a menudo el antojo de poder conversar con él sobre las películas que se sabía de memoria (guiones y nombres del camarógrafo incluidos) o pedirle que narrase el día en que vio a Thomas Mann al filo del lago de Ginebra y no se atrevió a dirigirle la palabra o las tardes en que llegaba Buñuel a la residencia en París y bañaba a los niños como en una escena de película surrealista. Me alegra recordarlo en carcajada y en por lo menos dos desayunos donde dictaba cátedra en tres idiomas sin acentos y las caminatas a toda velocidad en un cementerio de Londres donde duermen intactos los fantasmas de toda una generación de soldados que se fueron a la Gran Guerra que se supone sólo duraría quince días hace ya más de cien años. Fuentes de niño, aprendiendo junto a los ya viejos Bioy y Borges, los versos de La suave patria de Ramón López Velarde en viva voz de Alfonso Reyes y Fuentes, aquí mismo, en la cátedra de Nebrija, allá en el paraninfo de la Universidad de Alcalá de Henares abriendo su pasaporte para declararse escritor; es decir, escudero de Don Quijote.

Leo esa novela. Lo recuerdo intacto, lejos de la posible amnesia que quizá se filtre en la pobre memoria de quienes prefieren olvidarlo y lejos de la mala leche que pretende evocarlo con dimes o diretes que nada tienen que ver con su legado en tinta. Lo recuerdo hablando de Aura, la novela que cumplía cincuenta años ese día en que hablamos de ella sin saber que nos despedíamos. Hablamos de Aura y de su medio siglo, y evocó el dilatado amanecer en París cuando una mujer pasó por el umbral de la puerta –de la habitación al salón—y se detuvo unos instantes bajo la neblina amarillenta de una bombilla de luz. La belleza intacta de la musa de pronto parecía la silueta inalcanzable de una anciana… y Fuentes dejó a medias el café y bajó al café en la plaza para pedir precisamente otro café (valga tanto pleonasmo) y empezar a escribir con su estilográfica de tinta fina el comienzo de una novela que se le fue sobre el papel como hilo de media:

LEES ESE ANUNCIO: UNA OFERTA DE ESA NATURALEZA no se hace todos los días. Lees y relees el aviso. Parece dirigido a ti, a nadie mas. Distraído, dejas que la ceniza del cigarro caiga dentro de la taza de te que has estado bebiendo en este cafetín sucio y barato. Tú releerás. Se solicita historiador joven. Ordenado. Escrupuloso. Conocedor de la lengua francesa. Conocimiento perfecto, coloquial. Capaz de desempeñar labores de secretario. Juventud, conocimiento del francés, preferible si ha vivido en Francia algún tiempo. Tres mil pesos mensuales, comida y recámara cómoda, asoleada, apropiada estudio. Solo falta tu nombre. Solo falta que las letras más negras y llamativas del aviso informen: Felipe Montero. Se solicita Felipe Montero, antiguo becario en la Sorbona, historiador cargado de datos inútiles, acostumbrado a exhumar papeles amarillentos, profesor auxiliar en escuelas particulares, novecientos pesos mensuales. Pero si leyeras eso, sospecharías, lo tomarías a broma. Donceles 815. Acuda en persona. No hay teléfono.

No hay teléfono. No te puedo llamar para agradecer una vez más éste y muchos otros párrafos. Hablar de los cuentos que son perfectos y de por lo menos otras dos novelas y de los ensayos con los que honrabas al oficio de escribir y al placer de leer y las sombras intemporales de los maestros que nos dieron prosa, los versos que se quedan grabados en la piel a pesar de las diferencias en distancias y decirte que te recuerdo intacto, como la primera vez que te vi de niño en Washington y en inglés… y esa comida que se inventó Silvia como improvisación para que celebráramos las cinco décadas de Aura, al filo de los cinco días que viajarían a Buenos Aires, hoy que se cumplen los primeros cinco años sin que pasen cinco días sin que procure alentar al próximo primer lector de todos tus libros, pero en particular esa novela. Esa que lees y parece dirigida específicamente a quién la lea en un tiempo ya sin tiempo donde Felipe Montero vivirá en carne propia todos los tiempos que caben en un instante de luz, el halo impalpable entre la habitación en penumbra y las páginas de una novela que se hace eco de los papeles secretos de Henry James y la imaginación allende el ensayo de Alfonso Reyes, la novela que se lee de una sola sentada que es decir la eternidad que cabe en la sobremesa solitaria de un café por donde ha desfilado la vida misma… intacta.