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Cuando ser melindroso para comer se vuelve un trastorno

NUEVA YORK.⎯ Jeaninne Mackson siempre supo que había ciertos alimentos que su hijo, Brendan, no comería. Si no tenían cierto “crujido” ⎯digamos, galletas dulces o saladas, o alimentos fritos extra crujientes⎯ ni siquiera se los pondría en los labios. Pero Mackson, de Shrewsbury, Massachusetts, se imaginó que su hijo eventualmente superaría sus manías al crecer.

No lo hizo.

Cuando tenía siete años, los médicos le diagnosticaron trastorno por déficit de atención e hiperactividad y sugirieron a sus padres que lo expusieran a diferentes alimentos y aprendieran a ser más pacientes. Para cuando cumplió nueve años, estaba restringiendo su alimentación a tal grado que sus padres temían por su salud física y emocional.

“Estaba empezando a afectar su autoestima”, dijo Mackson. “No podía comer lo que los otros niños comían. Decía: ‘Me siento estúpido. No sé porqué no puedo hacerlo. Simplemente no puedo’. Casi envidiaba a otros niños que podían simplemente sentarse y comer fresas o una ensalada”.

A los 12 años, después de que Brendan empezó a mostrar signos de desnutrición, la familia lo llevó al Centro de Atención Conductual Walden, un centro para el tratamiento de desordenes alimenticios en Waltham, Massachusetts, donde le diagnosticaron trastorno de evitación/restricción de la ingestión de alimentos (o ARFID, por su sigla en inglés). El trastorno alimenticio fue añadido a la quinta edición del Manual de Diagnóstico y Estadísticas de los Trastornos Mentales, el manual de referencia de la Asociación Siquiátrica de Estados Unidos, en 2013.

Aunque muchos niños pasan por periodos en que son melindrosos, o selectivos, al comer, el ARFID es llevar al extremo esa actitud. Un estudio suizo de mil 444 niños de entre 8 y 14 años encontró que 3 por ciento se veía afectado por el padecimiento, que a menudo empieza en la niñez.

Aquellos con ARFID evitan colores, texturas, sabores u olores específicos en los alimentos, o temen atragantarse o vomitar. Otros quizá no tengan ningún interés en comer.

“Están evitando la posibilidad de experimentar algo que les atemoriza”, dijo el doctor Ovidio Bermúdez del Centro de Recuperación Alimenticia en Denver. “Es: ‘Ciertos alimentos en mi boca los he sentido fétidos desde que era pequeño. Hay sabores que no me gustan y cosas que no puedo comer porque me hacen sentir raro’”.

Aunque el ARFID pudiera coincidir con otros trastornos alimenticios, quienes lo padecen no tienen una imagen corporal distorsionada y no les impulsa la necesidad de estar delgados. Pero a menudo pierden peso ⎯ o no ganan peso ⎯ porque no consumen suficientes calorías, lo cual puede conducir a retrasos en el desarrollo.

“Tienen menos flexibilidad al comer, y pasan un momento más difícil para socializar debido a la comida”, dijo Renee Nelson, directora clínica de servicios para adolescentes en Walden. “El mayor problema es que no se corrige solo”.

Preston Ray, ahora de 21 años de edad, recibió un diagnóstico de ARFID el año pasado. Como Brendan, era melindroso para comer desde la infancia; a los dos años, solo comía cereal Cheerios y puré de manzana. Cuando se hizo mayor, encontró difícil tragar los alimentos y tenía frecuentes dolores de estómago, seguidos por algo de ansiedad y tendencias obsesivo-compulsivas.

“Había una lista de entre cinco y 10 alimentos ‘seguros’, e incluso esos me causaban ansiedad”, dijo. “Podía probar cosas nuevas en otras áreas de mi vida; disfruto la aventura y los viajes”. Pero cuando se trataba de comida, “sentía ansiedad de probar algo nuevo”.

La lista de alimentos que no comía ⎯ o no podía comer ⎯ se hizo tan grande que es más fácil que recuerde los que sí comía: queso asado, quesadillas de queso, pasta sin salsa, y algunas frutas. Muchos bollos. Nada de verduras, excepto zanahorias baby crudas.

“Comía porciones muy pequeñas”, recordó su madre, Kristi Ray, de Austin, Texas. “Nunca sentía hambre. Todos los médicos y especialistas me decían: ‘No se preocupe, solo es melindroso al comer, se le pasara al crecer, lo resolverá solo’. Todos siguieron desechando mi preocupación. Nadie lo llamaba por su nombre: un trastorno alimenticio”.

En el caso de Brendan Mackson, sus padres lo inscribieron en un programa intensivo para pacientes externos en Walden en febrero, donde asistió a terapia tres horas al día, tres tardes por semana, durante ocho semanas. (Su seguro cubrió la mayor parte.) se solicitó a sus padres que participaran en una terapia familiar y también que asistieran a cenas con otras familias en el programa.

El tratamiento incluyó exponerlo a los alimentos que temía, e incorporar terapia conductual dialéctica, un tipo de sicoterapia conductual-cognitiva que se enfoca en cambiar el comportamiento.

Sus padres también aprendieron técnicas de modificación del comportamiento como establecer límites de tiempo durante las comidas (“Tienes 30 segundos para dar tu primer bocado”) y a usar puntos que podían ser intercambiados por premios. “Usamos señuelos” ⎯ como M&M’s o papitas fritas ⎯ “para tratar de minimizar el sabor y textura no tan agradable de los alimentos o tratar de enmascarar el sabor”, dijo Jeaninne Mackson.

Aunque su hijo ha mejorado mucho, que coma sigue siendo una batalla diaria, admitió. Y su hijo, ahora de 14 años, se da cuenta de que será un problema de por vida.

Pero “lo comprende, su autoestima mejoró aprendió estrategias para hacerle frente al ir a la casa de alguien o a un restaurante”, dijo. “También está comiendo alimentos diferentes y mayor cantidad de ellos. Su salud mental ha mejorado porque se dio cuenta de que no hay nada malo en él; es solo algo con lo cual lucha y que le plantea desafíos”.