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Héctor Infanzón, el marinero de adverbios

Tenía 17 años, como dice la canción, cuando perdió la inocencia. Héctor Infanzón creía que algo sabía de cumbancha cuando las trompetas del juicio se desplomaron sobre su cabeza en un rincón del infierno. Andaba en el Molino Rojo, un tugurio de la Obrera que estaba  frente al Caballo Loco, en el Eje Central de aquel Distrito Federal, cuando lo invitaron a echar la paloma los viejos lobos de la noche.

“Era una cumbia”, recuerda. Él, un pianista imberbe. “Ándale hombre, son sólo dos tonos”, le instaron. “Pues no le daba”, se frunce. “Y los trompetistas de atrás… Las famosas trompetillas no se hicieron esperar. Cuando un músico te desacredita así con su instrumento…”.

Sintió la muerte.

“Pero me dije: un día”.

Prontito llegó la siguiente vergüenza. Fue en el centro nocturno del Fiesta Palace, donde su hermano le consiguió suplir al pianista. “Sólo que no había piano. Era un órgano. Yo no sabía tocar el órgano”. El resultado, un sonido ululante que terminó con las excusas del presentador al venerable: Acaba de entrar.

“Salí traumado. Casi dejo la música”. Pero se había prometido: “Un día”. Insistió.

Héctor Infanzón no sería quien es sin sus traumas. Esos esqueletos en el clóset que lo acechan desde aquellos 17 que le vuelven al cuerpo cada que cambia de rumbo, cada que propone, cada que crece. Esas telarañas del espíritu que muchos llaman complejos se las ha sacudido con un simple método espartano: disciplina.

No fue un niño de rodillas sangrantes, sino de batacas pertrechadas con botes de galletas y baquetas con agujas de tejer; de pegarle al vibráfono del papá, al pandero de la hermana, a la guitarra que compartía con sus hermanos en aquella casa musical que les dieron sus padres -el prestigiado tresero Carlos Infanzón y la melómana Francisca Delgadillo-, a los que entretenían por las tardes con sus propias invenciones teatrales, y que papá grababa en cintas de carrete.

En su casa, aquella arca, tiempo, lugar y distancia dejaban de ser adverbios para serlo todo. Todo quedaba cerca, todo se tocaba. Allí navegó sobre las olas amorosas de los Beatles de ellas, el rock de ellos, el jazz, el bossa y la Cuba del padre, los clásicos y las grandes bandas de la madre.

Así fue hasta a los famosos 17. Cuando la vida se le puso seria: por primera vez decidió estudiar y hacer carrera de aquello que aún era un modus ludendi, de cortejar a las novias con boleros y de rockear con su hermano Carlos, sin más escuela que la oreja.

Entró -era el año 76-, a la Escuela Nocturna del INBA (la Superior de Música que estaba en República de Cuba). Cambió la guitarra por el piano, que le murmuró: “De aquí eres”.

“A esa edad todos están terminando la carrera de piano. Empiezan de niños. Yo entraba apenas. Eso se convirtió en un fantasma que me persiguió”.

-¿Hasta cuándo?

-Hasta hace media hora.

“Sabía que debía redoblar el esfuerzo. Tenía que ganarle al tiempo”, recuerda.

Pero, marinero de tierra como era, no iba a anclarse al metrónomo. Cierto día, en voz baja, un amigo de la Nocturna que era oboísta lo invitó al Imperio, un antro donde por las noches tocaba el bajo. “Guau… Se me abrió un mundo maravilloso: las sonoras. Eso no lo aprendes en la escuela”.

“A los 17 años todos están terminando la carrera de piano. Empiezan de niños. Yo entraba apenas. Eso se convirtió en un fantasma que me persiguió”

Héctor InfanzónPianista y compositor

Aquellos años 70 y parte de los 80 los vivió, dividido entre los opuestos complementarios de Apolo y Dionisio: “En las mañanas era Mozart y Beethoven. En las noches, Falsaria y Llorarás”.

Con las sonoras, donde se ganó un sitio, se recorrió todo el inframundo: el Rey, el Barba Azul, el Balalaika, el Ratón, el San Francisco, el King Kong… Todas las noches hasta las 3 o 5 de la mañana, para levantarse a las siete y correr dos kilómetros en Chapultepec; luego la Nocturna que era diurna y cada vez más exigente: Liszt, Rachmaninof, los concursos que nunca le gustaron, aunque ganara. “Cómo agradezco de manera infinita el haber tenido estos dos mundos”.

Berklee. 1985. Más fantasmas. Más imponentes. “Tienes muy buenas ideas, pero tu técnica tiene que estar a la altura de tus ideas”. Ay, la edad. Ganarle más al tiempo. De vuelta en México, sobre eso: la técnica. Su mentor: Leopoldo González. Seis años más de puro clásico. Entre 10 y 14 horas diarias.

Sólo la muerte de su maestro le abrió las puertas del calabozo.

Un día

El oráculo de Alfredo Cruz, el DJ más importante de latin jazz en Nueva York, habló: “Lo tuyo es cuestión de tiempo”.

Después de reventar sus últimos esqueletos en la Gran Manzana, donde –ya en los 90- hizo en tres años lo que otros en 10, el marinero imaginó un apartamento más amplio que su agujero neoyorquino. De ahí emergía una música, entre antillana y jazz, entre el son y formas informes, mezclas de mezclas aún sin nombre. No eran las sirenas. Era su propio canto. Embarcó en dirección al sur. Ítaca estaba a la vuelta.

Héctor Infanzón no sería quien es, ese aleph musical, sin la cartografía privada y sin fronteras que lleva en el oído. Toda su música trenza las hebras de su historia. Que ha quedado fijada en esas “fotografías sonoras” que son los discos. Y que, cruel crítico de sí mismo, después de grabar no vuelve a escuchar sino tiempo después. De manera personal –su primer álbum solista-, Nos Toca, Citadino, Live in Hong Kong… “Las grabaciones han sido un gran catalizador de mis fantasmas. Gracias a ellas sé cómo fui. Tengo un referente para mejorar”.

Su obra jazzística es la bitácora reinterpretada de todos sus viajes: los salones de baile, la Banda del Ruido, el grupo de Eugenia León, el encuentro con Agustín Bernal y Tony Cádenas -su primer trío de jazz, el legendario Antropóleo-, su cuarteto actual, su Orquesta y los escenarios del mundo: Montreal, Nueva Orleáns, Indonesia, Singapur y todas las giras como sideman al lado de Ricky Martin y tantos otros.

Su obra de cámara y sinfónica -que ha llevado al Musikverein de Viena-, una aventura más reciente a la que se arrojó por insistencia de otros, suena a jazz, música latina y mexicana; ahí están el Divertimento para armónica que estrenó el italiano Gianluca Littera; el Concierto para flauta, el de piano, o el de vibráfono que recién llevó a Japón Ricardo Gallardo.

“En él recupero la sonoridad de mi padre, vibrafonista, con citas de esos recuerdos de la infancia”, dice a punto de lanzar una serie de estrenos, entre ellos una pieza que tiene como instrumento solista a una bailarina.

El capitán Infanzón ha zarpado de nuevo. Del destino, sólo los dioses conocen el nombre.