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José Gaos, el gran pilar de la filosofía en México

José Gaos murió en los brazos de Miguel León-Portilla. De esto hace exactamente 50 años.

Estaba por firmar el acta para doctorar a José María Muriá con una tesis sobre la sociedad precortesiana a la luz de la historiografía colonial, cuando la pluma que tenía en la mano cayó al suelo.

“Me apresuré a recogerla”, recuerda León-Portilla. “Al tratar de dársela vi que había perdido el conocimiento. Lo recargué sobre mí y con una mano le sostuve la cabeza”.

—Busque usted auxilio; al maestro Gaos le ha dado un infarto –le dijo a otro sinodal, Wigberto Jiménez Moreno. Estaban en la antigua sede del Colegio de México.

El antropólogo vuelve a la escena en un texto de 1989, publicado en El País a 20 años del acontecimiento.

Cuenta Leopoldo Zea que ese mismo día José Gaos lo visitó “intempestivamente” en su cubículo del Colegio de México.

—¿Zea, usted ha estado varias veces en Europa? ¿Ha visitado España?

—No.

—¿Por qué?

—¡Por usted, no puedo ir a donde usted no puede volver!

La respuesta —narra su discípulo mexicano en un texto fechado el 28 de junio de 2000 en El País— fue un puñetazo sobre el escritorio.

—¡Ese es mi problema, no suyo! Me va a prometer que en la primera oportunidad que tenga visitará España. ¡Con Franco o sin Franco! Allí está la otra parte de la identidad que usted viene buscando.

Si el filósofo suele andar escaso de valor cívico, el político suele andar escaso de ideas, incluso políticas, por ventura: ¿se figuran ustedes si un dictador como los de nuestros días fuese dueño y señor también de los principios, de las ideas? Hacen hasta monstruosidades por lograrlo, pero non serviam, les dice a ellos también cada uno de los diablos.

José Gaos, quien nació con el siglo en Gijón, escribió estas líneas para su último curso de profesor en activo en 1960. Lo publicó en De la filosofía, considerada su obra más importante, que desarrolló tras exiliarse en México en 1938.

La Guerra Civil, ese parte aguas, no sólo lo separó de la rectoría de la Universidad Central (hoy Complutense) en Madrid. También escindió la relación con su mentor, José Ortega y Gasset, en lo político. Y en lo filosófico, en tanto aquel alumno predilecto maduró su pensamiento desde otra circunstancia, en términos orteguianos: la distancia entre la “patria de origen” y la de “destino”; el redescubrimiento de América y su proceso histórico.

Gaos, el más grande impulsor de la disciplina filosófica en México, trasladó el “soy mi circunstancia” de su maestro a una cuestión: ¿por qué caducan y son tan diversas las corrientes filosóficas en el tiempo, si a lo que apuntan es a la universalidad?

Problema que hacía sombra al pensamiento de España, donde la crítica ponía en duda la propia existencia de una escuela filosófica española —o dos: la de Madrid y la de Barcelona, como señala José Luis Abellán en El exilio filosófico en América (FCE, 1998).

Si eso pasaba allá, habrá que imaginar lo que sucedía en México, un país que aún olía a pólvora y revolución, obsesionado con la creación de una identidad nacional y una reacción —como también se dio en la península— al Positivismo (Alfonso Caso, José Vasconcelos).

“En general, la vida filosófica, en cualquier sentido que fuese, no hay aquí”, escribió Gaos en 1940 a su colega Francisco Romero.

Había pocas traducciones, menos aún del alemán. A ello se abocó Gaos como parte del Fondo de Cultura Económica, donde tradujo Ser y tiempo de Martin Heiddeger, entre muchos otros textos fundamentales.

Si el ejercicio de pensar es un ejercicio del logos, de la palabra, el “pensar en español” mostró ciertas correspondencias “de actitud” entre México y España –advierte Abellán: sin que llegara aún la influencia orteguiana a estas tierras, la necesidad de una “filosofía de las circunstancias” se hacía sentir en autores como Samuel Ramos, quien, por ejemplo, trazó una Historia de la Filosofía en México (1943).

Esa resonancia sorprendió a Gaos, quien dedicó sus años de madurez al problema de las relaciones entre la filosofía y su historia, y desde la UNAM y El Colegio de México —entre otras tribunas del subcontinente— forjó la que se considera su mayor contribución: una escuela hispanoamericana de filosofía, basada en la historia de las ideas.

Cuando José Gaos salió del cubículo de Leopoldo Zea aquel 10 de junio de 1969, lo dejó perplejo. “¿De qué identidad me hablaba el maestro?”, se preguntó el filósofo, quien —escribió— sólo encontró la respuesta hasta que fue a España en 1971.

Hasta su último momento, José Gaos respiró para hacer Pensamiento en Lengua Española: pensar desde la circunstancia, necesariamente histórica, de ser-en ese enclave liminar del continente, donde se fraguó una mezcla única, racial y cultural, de todo lo que ha migrado hacia Occidente. Resume Zea: la Europa mediterránea y la germana, anglosajona y nórdica que Roma —y su herencia griega— integró y cristianizó; esa España de judíos, moros y cristianos a la que se agrega la que surge en América.

Horas después, mientras deliberaban a puerta cerrada sobre la tesis de Muriá, la conversación entre los sinodales derivó, una última vez, hacia la complejidad de la Historia, recuerda León-Portilla.

“Gaos planteó la cuestión del ser de la Historia como un arte. Arte más que ciencia, y arte en sí misma, como producción literaria”.

La alegre charla fue interrumpida por el bedel, que entró al aula con el libro de actas en brazos. Lo colocó sobre la mesa.

—¿Aprobamos por unanimidad al examinado? —preguntó Gaos, el presidente.

La respuesta unánime: —Sí, y con mención honorífica.

Don José sacó la pluma. Firmó una foja.

Así, en aquella Aula Mayor, sellaba su vida. Estaba en casa. Esa Casa de España que él mismo ayudó a fundar, y que luego se convirtió en El Colegio de México. Recuerda León-Portilla:

“Creo que me di cuenta del instante en que, después de un leve sacudimiento, su corazón dejó de latir”.