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La democracia de los pocos

Las clases propietarias suelen sentirse amenazadas por los subalternos. Recordemos que el movimiento popular del Año II de la Revolución francesa (1793) provocó tal pánico entre aquéllas, que liberales y conservadores decimonónicos pusieron cuantos candados pudieron para impedir la participación política plebeya. También equipararon a las “clases laboriosas” con las “clases peligrosas”, a cuyos miembros llamaban “bárbaros”, “salvajes” y “vagos”. Si de por sí existía temor hacia ellos, agrupados generaban creciente preocupación conforme avanzaba el siglo XIX, más todavía cuando el sufragio universal se extendió hacia las clases trabajadoras tras múltiples luchas callejeras. El pueblo instintivamente bueno de Michelet (identificado con la inocencia infantil), devino en la masa irracional que Gustave Le Bon caracterizó inequívocamente “femenina”.

En origen —nos recuerda Raymond Williams—, masa era “una nueva palabra para denominar al populacho, y las características tradicionales de éste se mantuvieron en su significación: credulidad, inconstancia, prejuicio del rebaño, bajeza de los gustos y de las costumbres. Ateniéndonos a estas pruebas, aquéllas constituían una amenaza perpetua a la cultura”. A despecho de esto, el avance de las masas parecía incontenible. Crecía en toda Europa la socialdemocracia y grandes huelgas de los sindicatos de industria hacían temer al capital. Incluso Justo Sierra había detectado la agitación de “los pobres, azuzados por los jóvenes estudiantes y oficiales, que les predicaban en las encrucijadas las más calientes doctrinas de Proudhon y Lamennais”.

La novela realista, la sociología criminal y la filosofía positiva (sobre todo en su vertiente spenceriana), satanizaron en el Porfiriato las conductas populares y experimentaron gran temor hacia la muchedumbre, ponderándola como un elemento disruptivo de la cohesión social; echaron en falta la función moral de la Iglesia, y su capacidad ordenadora de los comportamientos individuales y colectivos. Intelectuales y hombres de Estado, muchas veces indiferenciados, tuvieron la convicción (particularmente los conservadores y después los positivistas) de que para hacer avanzar al país había de concedérsele mayores atribuciones al Ejecutivo, permitiéndole salir además de la excepcionalidad que significaba la constante solicitud de facultades extraordinarias por parte de éste. La inoperancia política, el interminable faccionalismo, la falta de recursos públicos, las guerras y el permanente conflicto entre los poderes, paralizaban a la nación haciendo imposible la realización de obras y proyectos de antiguo considerados inaplazables.

Para Sierra resultaban inaplicables las disposiciones contenidas en la constitución de 1857, en particular las referentes al sufragio universal y al régimen político que lo enmarcaba. La eventualidad de la revolución y la inestabilidad conllevaban el riesgo de un golpe militar que acabaría por restringir los derechos concedidos por ésta, razón por la cual debería garantizarse la existencia de un gobierno fuerte y a la vez constitucional, además de la atención de la economía, el principal reto de la nación. A un Ejecutivo débil, la Constitución de 1857 añadió el sufragio universal que permitió la manipulación y la formación de clientelas políticas durante la República Restaurada. Sierra intentó atacar el problema reservando el voto a los letrados. Si consideramos los enormes índices de analfabetismo, la medida obviamente dejaba fuera a la mayoría de los mexicanos y prácticamente a toda la población rural. Emilio Rabasa eligió la vía de restringir las garantías individuales, acotando la libertad de imprenta y tratando de extinguir el mecanismo electivo con el que funcionaba la renovación de la Suprema Corte de Justicia de la Nación pues, a su juicio, esta era la única manera de defender la independencia del máximo tribunal. Para ambos, el autoritarismo era el mal menor ante el asedio de los bárbaros al cuerpo político. Como la riqueza, la democracia se iría filtrando de arriba hacia abajo con el correr de los años y la ilustración de las masas. Con su proverbial vehemencia, Francisco Bulnes justificaría la “dictadura orgánica”, en función de que el “fracaso de todas las instituciones se encuentra en la raza mexicana, en su vida, en su historia, en sus vicios, en sus ideales y en sus cualidades”.

Las élites mexicanas temían al pronunciamiento militar y a “la bola”, su fiel comparsa. Impermeable a la civilización, la combinación de alboroto y fiesta, arrasaba con todo a su paso. Ángel de Campo no escatimó improperios para hablar de las masas populares: “plebe”, “peladaje”, “detritus sociales”; ni tampoco para calificar los sitios donde habitaban: “barrio casi salvaje”, “muladar del suburbio”, sitios todos ellos en donde Zola, quien creía haberlo visto todo, “se desmayaría en ese patio desempedrado, al que forman mullida alfombra las basuras y el estiércol”. Manuel Payno no ahorra adjetivos para describir la violencia de los trabajadores y la conflictividad de la vida barrial. El novelista asume que la “brutalidad” es intrínseca a la sociabilidad de los subalternos, la pauta de su conducta: el pleito entre un cargador y un tornero sirve en Los bandidos de Río Frío para afianzar las respectivas identidades sociales; mientras torneros y carpinteros se decantan por el suyo, los léperos del barrio dan aliento al trabajador menos calificado, más próximo a su corazón desclasado. Los malos hábitos, especialmente el dispendio y la holgazanería, se incubaron desde la época colonial según José Tomás de Cuéllar, cuando los criollos descubrieron lo fácil que era vivir a expensas de una naturaleza rica y del trabajo ajeno. Los indígenas, victimados por los conquistadores, quedaron condenados al atraso y reducidos a la sumisión, situación que no cambió significativamente en el siglo antepasado. El ahorro y la iniciativa estaban prácticamente liquidados desde antes que comenzara el periodo nacional, marcado de inicio por el rezago, y más que nada, por “la desproporción entre sus clases sociales”, algo prácticamente irremontable a esas alturas del siglo.

Payno constató la ausencia de objetivos razonables en la multitud, incapaz de trascender la revancha pasajera, consecuentemente inútil, desprovista de sentido. Frente a esta desagradable eventualidad, la doctrina del “orden y el progreso” esculcó su arsenal intelectual en busca de armas eficaces para reducir los daños causados por la plebe. Afortunadamente para Ezequiel A. Chávez, los grupos sociales, particularmente los mayoritarios, esto es, los de clase baja, por su natural desunión y subordinación no salen de su esfera “sino en la hora turbia de las revueltas, cuando en el caos producido flota la escoria social”. Esta masa, retratada por Rabasa, de quien dice con razón Carlos Monsiváis que “es memorable porque le da vida literaria a los prejuicios de porfirianos eminentes”. Cuando murió en 1930, difícilmente el escritor chiapaneco podía atisbar que su legado permanecería incólume hasta hoy. Antes bien, alcanzó a ver cómo se tomaban medidas para que estos prejuicios, formulados en nombre de la ciencia, tuvieran un estatuto político, legal y profiláctico.

A Bulnes le aterraba la muchedumbre que, desbocada, transformaría la revolución de Madero en una revolución social. Es así que no dejó pasar oportunidad para probar la aversión natural que mostraban hacia la democracia o describir el desbordamiento durante la Guerra de Independencia y la Revolución. No había duda que, ante la inacción del gobierno en materia social, el “peladaje” irrumpía con violencia descontrolada para finalmente volver a lo mismo, o sea, al fracaso de las instituciones, porque la ley de hierro es que la “raza mexicana”, deficiente de suyo por consumir maíz, era irredimible. Con Le Bon, Bulnes veía en el socialismo y el sindicalismo a los dos grandes peligros de la época. Aquella doctrina política había colocado en primer plano a la soberanía popular, justificando así la barbarie, y había vuelto gobierno al “peladaje”. El zapatismo mexicano representaba a esta indeseable “categoría social” constituyendo el motor principal de la revolución social que tanto le preocupaba. El problema de éste, como de todo movimiento popular encumbrado en el poder, residía en que las clases subalternas eran incapaces de gobernar, dada su deficiente educación, su precariedad moral, la secular subordinación en que habían vivido y el inevitable afán de revancha que poseían. Es así que “Zapata luchó nueve años por sus principios y que luchó como debía luchar un hombre primitivo, un exquisito troglodita, un refractario a toda civilización en la que se tomara en cuenta algo de lo bueno de la naturaleza humana”.

Los claroscuros de un pueblo brutal y compasivo, devoto y transgresor, conformaron la materia de Los de abajo. El áspero registro de las masas revolucionarias a cargo de Mariano Azuela, muestra las reivindicaciones elementales de la población pobre, sintetizadas en la demanda de justicia social, confundidas a la vez con todo tipo de excesos dentro de la vorágine de la guerra civil. Cobijados por la impunidad garantizada por el desorden, desfilan los personajes entre la guerra y la fiesta, la sangre y el alcohol, como si todo fuera parte de lo mismo, convencidos únicamente de que el futuro no les pertenece, y si las cosas cambian no será para ellos. El pueblo, tan enaltecido por el romanticismo en función de los nobles sentimientos que albergaba, ahora producía temor al desbordarse, conservando como único freno una conciencia adormecida poco eficaz a la hora de cobrar venganza de “estos condenados del gobierno, que nos han declarado guerra a muerte a todos los pobres; que nos roban nuestros puercos, y hasta el maicito que tenemos para comer; que queman nuestras casas y se llevan a nuestras mujeres”.

Historiador. Profesor titular de la UAM-Cuajimalpa. Autor de El futuro es nuestro. Historia de la izquierda en México (Océano, 2018) y de El marxismo en México. Una historia intelectual (Taurus, 2018).