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La importancia del narciso

Se requiere una considerable cantidad de autoestima para proclamarse líder y artífice de la voluntad popular. Ser capaz de decirle a la sociedad «el pueblo es tu señor, y yo soy su único y legítimo profeta». En la ceremonia de inauguración de su Gobierno, Donald Trump afirmó que venía a Washington para quitarle el poder a la élite y devolvérselo al pueblo. Tras lo cual instaló el Gabinete más elitista que se recuerde, en términos de pertenencia al sector más opulento y privilegiado.

Y, sin embargo, más allá del cinismo y la amoralidad que han caracterizado a este vendedor de oropeles, me parece que su narciso es de tal magnitud que Trump realmente está convencido de lo que dice. Supongo que él mismo se da cuenta de que miente y manipula la verdad en muchas ocasiones (o cada que abre la boca), pero, en su lógica, lo hace con la absoluta convicción de que son un medio para conseguir sus fines. Y, desde luego, cree firmemente que sus medios y sus fines son mejores que los de la burocracia y la clase política profesional.

Vicente Fox no mentía cuando aseguraba que él resolvería en 15 minutos el conflicto de Chiapas, tan pronto ocupara la presidencia de México. Era falso, pero no mentía. Hugo Chávez exudaba fe cuando se presentaba como el salvador de la patria. Estos días Marine Le Pen y Moon Jae-in apelaban al voto en Francia y en Corea del Sur enarbolando banderas similares para gobernar en nombre del pueblo y en contra de las élites.

Trump, Fox, Chávez, Le Pen y Moon Jae-in no podrían ser más distintos tanto en términos de trayectoria de vida como de concepción ideológica. Entre ellos hay de izquierda, de derecha, de centro; radicales y moderados; algunos más decentes, otros impresentables. Pero más allá del populismo lo que comparten es su desprecio por el sistema político vigente y una confianza ciega en sí mismos para hacer las cosas mejor, a su muy personal manera de entenderlo.

Un pionero de este populismo devenido en poder personal es el de Mustafá Kemal Atatürk (1881-1938), el padre de la patria en Turquía. Un hombre que con voluntad de hierro introdujo el gobierno laico y fundó las instituciones claves para la modernización de su país. Aunque siempre sujeto a polémica, el legado de Atatürk es incuestionable y sin él difícilmente existiría la Turquía que hoy conocemos (a pesar de los obvios retrocesos que ha provocado el Gobierno cada vez más fundamentalista del presidente actual, Recep Tayyip Erdogan). La enorme diferencia entre Atatürk y Chávez, por mencionar a alguno de los casos recientes, es que el primero fue capaz de utilizar su poder personal para construir una red de instituciones capaces de trascender el uso personal del poder, valga la redundancia. Es decir, un sistema que ya no requiriese la presencia de un líder populista para operar. Algo no muy distinto, aunque en escala menor, a lo que hizo Lázaro Cárdenas en los años treinta.

En este momento Andrés Manuel López Obrador encabeza todas las encuestas de intención de voto para las elecciones presidenciales en México el próximo año. Su discurso en contra de la corrupción de la clase política empata con el sentimiento de agravio y el hartazgo de las mayorías del país. Los ciudadanos entienden que los políticos profesionales, y en general las élites, han secuestrado las instituciones en provecho de ellos mismos y en detrimento del interés colectivo.

López Obrador se presenta como la respuesta a estos males. Para legitimarse enarbola su austeridad, su compromiso con el pueblo y una voluntad indeclinable (sería la tercera vez que se presenta a una elecciones presidenciales). Ofrece soluciones, más vagas que precisas, pero sobre todo se ofrece a sí mismo.

Sus detractores insisten en que el tabasqueño es un Chávez disfrazado. Sus seguidores afirman que es un nuevo Cárdenas, el único que puede sacar a los corruptos de palacio y sanear el poder desde adentro y desde arriba. Otros simplemente creen que no nos puede ir peor que con la banda que actualmente gobierna. El debate apenas comienza.

@jorgezepedap