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‘Manchester by the Sea’, a contracorriente de Hollywood

Manchester by the Sea. (FilmAffinity)

Lee (Casey Affleck), un plomero, vuelve a su pueblo natal para encargarse de la herencia de su hermano. La mayor responsabilidad que lo espera es Patrick (Lucas Hedges), su sobrino, quien ha quedado prácticamente huérfano. Lee, un hombre inestable que tiende a pelearse a la menor provocación, se rehúsa a tomar la batuta de padre postizo. A través de flashbacks entendemos por qué. Su vida esconde una desgracia de la que nadie podría recuperarse. Manchester by the Sea registra el largo esfuerzo de Lee por ponerse de pie y asumir el reto que le plantea la llegada de Patrick.

Entre las películas nominadas al Óscar este año, Manchester by the Sea, del dramaturgo y director Kenneth Lonergan, es una anomalía. Si bien el arrepentimiento y el pasado forman parte integral de su trama y estructura, su cariz nostálgico no es color de rosa, como el de La La Land, cuyo principal anzuelo es la visión idealizada de una era y un género. A diferencia de Moonlight, aquí nadie es víctima más que de sí mismo, y el tono –frío, remoto– no incorpora recursos trillados para generar empatía (salvo por un largo pasaje en el que Lonergan no sabe bajarle el volumen al gastadísimo Adagio de Albinoni).

Desde Margaret, Lonergan se había revelado como un escritor de raras destrezas. Sus personajes son impredecibles y, sin embargo, sus destinos se sienten inevitables. ¿Quién puede advertir adónde irá a dar Lisa tras ser testigo del horroroso accidente de tránsito que da por iniciada la película? Sólo a medida que observamos cómo el recuerdo del atropellamiento la trastorna, entendemos que de ese trance no saldrá una mejor versión de sí misma. El de Lonergan no es fatalismo, sino un entendimiento rudo de la naturaleza humana: las penas no purifican; de las tragedias, la gente no siempre sale renovada. Viniendo de Hollywood, este principio me parece osado.

Cuando Lonergan sortea los lugares comunes, Affleck le sigue el paso. La cámara de Jody Lee Lipes lo mira con una distancia precavida, como si fuera un animal que escapó de su jaula. No hay casi acercamientos a su rostro, evitando que nos regodeemos en su sufrimiento. La interpretación oscila entre la parquedad de un hombre desconectado de sí mismo y la violencia de quien sólo sabe desfogarse a puñetazos.

Affleck tampoco busca pescar nuestro cariño. En un momento crucial, Lee intenta hallar palabras para expresarse y sólo alcanza a decir que dentro de él no hay nada, una mentira que lo pinta de cuerpo entero: dentro hay un infierno, tan turbio que es imposible de sondar. Lonergan podría traicionar el carácter de su protagonista y darle un monólogo elocuente que resumiera sus penas. No hay tal válvula de escape; sólo golpes. Otros personajes se amparan en la religión, la promiscuidad y el alcohol. Son madres y padres ineptos o ausentes. Nadie sabe, realmente, por qué hace lo que hace.

La distancia de Lonergan y la cámara no ayudarán al que quiera salir conmovido o meramente de buen humor. Manchester by the Sea pone en tela de juicio la noción hollywoodense de que toda desgracia tiene un fin ulterior o un motivo; que, para satisfacer, todo arco dramático debe culminar en un cambio positivo. Película tras película, Lonergan desafía los cotos de su propia industria. Lo milagroso es que, trabajando ahí, siga consiguiendo inversionistas y distribuidoras.

Twitter:@dkrauze156

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