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‘Nadie le llora al tirano’: en Zimbabue afirman que no hay tiempo para extrañar a Mugabe

VICTORIA FALLS, Zimbabwe.- La alarma del teléfono de Vivienne Rensburg sonó, como todas las mañanas, a la 6:45 horas. Todavía con sueño, apagó el ruido y vio que tenía un mensaje de su hermana Dolphina, quien vive en Mozambique.

“El viejo finalmente murió”, leyó despabilándose poco a poco. “¿Cómo están las cosas allá?”.

Vivienne encendió el pequeño televisor que tiene frente a su cama y escuchó la noticia: Robert Mugabe, el hombre que durante 37 años gobernó el destino de Zimbabwe, había muerto. Cambió de canal varias veces y al ver que todos hablaban de lo mismo apagó el aparato. Vivienne salió de su casa en el pueblo de Matetsi rumbo a su trabajo como mesera en un hotel de Victoria Falls, una pequeña zona turística en la frontera con Zambia, cuyo principal atractivo son las cataratas Victoria, una de las maravillas naturales de África.

“En el camino sí pensé un poco en Mugabe”, dice Vivienne, de 35 años, durante una pausa en su trabajo. “¿Pero llorarle? ¿Extrañarlo? No hay manera, nadie en Zimbabwe le llora al tirano”.

Los habitantes de esta nación al sur de África encajaron en silencio la partida del hombre que fundó su patria, pero que con el paso de los años la llevó a la ruina y ahuyentó la esperanza de la vida de más de 16 millones de personas. Quienes en Zimbabwe se animan a hablar en voz alta de Mugabe lo hacen en dos partes: como el padre del país y como el dictador que tras ser depuesto en un golpe de Estado en noviembre de 2017 cayó poco a poco en la irrelevancia.

Mugabe, un maestro de escuela que desde Mozambique formó una guerrilla comunista para combatir a la minoría blanca en el poder de la entonces Rhodesia, obtuvo la victoria a finales de la década de los setenta y arrasó en las primeras elecciones libres de su nuevo país, Zimbabwe. Era 1980 y Mugabe se volvió un símbolo del panafricanismo, el anticolonialismo y la democracia en el continente.

“Es raro pensar que alguna vez Zimbabwe fue un ejemplo para África”, menciona Shaun Anotidaishe, un taxista en la frontera con Zambia. “Nadie que no haya vivido aquí entonces puede creerlo”.

Fuente: AP

Cuando llegó por primera vez al poder, Mugabe heredó una de las economías más prósperas de África, incluso más que la vecina Sudáfrica, que en esa época batallaba con las sanciones impuestas por la política del apartheid. La agricultura, en manos principalmente de terratenientes blancos, era uno de los pilares, junto a la minería de cobre, platino y otros recursos de alto valor. Sin embargo, al cabo de una década, Mugabe expropió buena parte de esas tierras y provocó una de las hambrunas más grandes en África. La que alguna vez fue la ‘canasta de pan’ del continente, ahora era incapaz de alimentar a su propia gente.

La economía no haría más que empeorar. Actualmente, el mercado negro es uno de los principales proveedores de bienes básicos para los habitantes de Zimbabwe. Todos los días, decenas de personas cruzan el puente el río Zambezi hacia Livingstone, Zambia, para surtirse de fruta, verduras, azúcar, café y agua, que después venden al doble del precio original apenas unos kilómetros adentro del país. El propio Shaun lleva en la cajuela de su taxi de fabricación china una caja con algunas naranjas que en sus ratos muertos vende cerca de la entrada del parque nacional Victoria Falls.

“Aquí nadie vive sin tener uno o dos trabajos”, asegura. “Uno es taxista, vendedor, obrero, constructor, guía, lo que se pueda”.

En esa economía clandestina, los precios se determinan de forma arbitraria y el regateo forma parte de la mayoría de las transacciones. Es así porque Zimbabwe llegó a parecer un error de impresión en un libro de economía; en 2008, la inflación rebasó los 230 millones por ciento y el gobierno emitió billetes con denominaciones que van desde los 10 mil millones de dólares hasta los 10 billones. Esos mismos papeles hoy se venden como souvenir al mayoreo por unos cuántos dólares americanos en la frontera con Zambia o incluso se llegan a encontrar en tiendas de regalos en Sudáfrica y Botswana. El billete de 50 mil millones de dólares no paga ni una botella de agua y la gente se ríe en las tiendas cuando se intenta pagar con ellos. En Zimbabwe, solo tres monedas tienen valor: el dólar americano, el rand sudafricano y el yuan chino.

En los últimos años de Mugabe en el poder, su lejanía de Occidente lo llevó a los brazos de Beijing, que ha acaparado África como su zona de influencia. Las carreteras y puentes más nuevos en Zimbabwe son obras chinas, lo mismo que la precaria red de telecomunicaciones. Sin embargo, el precio a pagar es alto. En la frontera esperan siempre largas filas de camiones con cobre y otros minerales cuyo destino final será la insaciable industria china.

“Algunos tratan de recordar cosas buenas de Mugabe, como que liberó al pueblo del colonialismo”, asegura Edgar Phiri, un guía de turistas y maestro de Zimbabwe. “El problema es que lo esclavizó de nuevo a la miseria”.

Edgar habla perfecto español, resultado de seis años en La Habana donde estudió física y matemáticas. De hecho, a este hombre que parece perpetuamente estar de buen humor le conocen como “el cubano”. Al volver de la isla, intentó ganarse la vida como maestro de universidad y profesor particular de algunos hijos de políticos locales, pero al final dejó la enseñanza por el turismo y el ‘coyotaje’ de permisos de trabajo y visas en la frontera. Ese ‘oficio’, afirma, le paga mucho más.

“Todos buscamos la manera de sobrellevar las cosas, a veces es haciendo lo que yo hago y a veces es de formas más ilegales, pero el problema es que aquí todo es corrupción, todo es pobreza”, menciona. “Esa es la herencia de Mugabe”.

Al igual que Vivienne, Edgar escuchó el viernes 6 de septiembre la noticia de la muerte de Mugabe a los 95 años y solo se encogió de hombros. La vida, por dura que sea, sigue bajo el implacable sol de primavera en este país que parece eternamente condenado a la miseria. No importa que se haya marchado ‘el viejo’, como muchos le llamaban, su reemplazo desde hace dos años, Emmanuel Mnangagwa, no es mucho mejor.

“Espero irme a Zambia o Sudáfrica”, dice Silent Mthale, de 18 años, mientras lava el taxi de su tío cerca de Matetsi. “Aquí no tengo nada”.

Ni siquiera sueños. Silent relata que pasa los días trabajando medio día lavando autos y el resto bebe cerveza local con sus amigos en el pueblo. Solía jugar futbol, pero dejó el deporte cuando se convenció que patear una pelota no le daría de comer o los lujos que alguna vez deseó.

“Ya ni siquiera me queda casarme con Bona”, bromea refiriéndose a Bona Mugabe, la hija de 29 años de Robert, quien se ostenta como una rica empresaria y contrajo nupcias en 2014.

Silent recuerda que no hace mucho, en la escuela, los maestros le hablaban de Mugabe como el gran padre de una nación que parece ahora solo un sueño. Leyó textos escritos en los ochenta por intelectuales y mandatarios africanos, quienes veían a Mugabe como el gran estadista del continente. Y de verdad lo fue para muchos en África, quienes defendieron su estatus de revolucionario y anticolonialista hasta sus últimos días. Mugabe, pese a todos sus excesos, jamás se convirtió en una caricatura al estilo de Idi Amin, en Uganda, o de Muammar Gadaffi, en Libia. Pero perdió el respeto de Occidente y su lugar como líder moral del continente cuando Nelson Mandela fue liberado en los noventa. A partir de ahí, se recluyó en su patria y consolidó su poder frente a enemigos reales e imaginarios.

Camino a la frontera de vuelta a Zambia, Edgar Phiri pregunta si en México hay muchos que piensan en Zimbabwe. Al escuchar que no, agacha la cabeza por un instante y luego sonríe.

“Nosotros pensamos en ustedes, en Cancún”, dice entre risas. “Mugabe también pensaba en Cancún”.

AP

Phiri hace referencia a la última vez que el exmandatario estuvo en México, en 2017, para una cumbre sobre reducción de riesgos y desastres. Su estancia pasó de largo en el país, pero no en Zimbabwe, en donde la indignación se hizo grande cuando se reveló que el amplio equipo que viajó con Mugabe recibió mil 500 dólares de viáticos diarios. El ingreso promedio anual per capita en esta nación africana es de alrededor de 600 dólares, uno de las más bajos del mundo.

A unos pasos de la salida de Zimbabwe hacia Zambia, Edgar llama a Joice, una mujer con el pelo trenzado y un bebé en brazos. Es compañera en la ‘gestoría’ de visas y esa mañana también vende pulseras y objetos tallados en madera.

“¿Te dio tristeza la muerte de Robert?”, le pregunta Edgar.

“¿Tristeza?”, reflexiona Joice unos instantes. “No, no hay tiempo para eso”.

A Zimbabwe se le acabaron las lágrimas hace mucho, mucho tiempo.