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Antes de septiembre pasado, nadie hubiese pensado que el mayor desafío que enfrentaría la sociedad mexicana y su clase política en unos cuantos días, sería el de la reconstrucción de partes importantes de la Ciudad de México y los estados de Puebla, Morelos, Oaxaca y Chiapas, principalmente. Los sismos del 7 y 19 de septiembre pusieron al descubierto, una vez más, la enorme fragilidad de muchas de las construcciones y de los propios sistemas de vida, alrededor de los cuales se planean políticas públicas que de un día para otro demuestran su obsolescencia.

32 años después de los sismos de 1985, otra andanada de movimientos telúricos arrasó con aquello que debió haber sido sustituido paulatinamente desde entonces y durante todo ese tiempo. Casas de adobe, caminos de terracería, construcciones urbanas carentes de las resistencias adecuadas para mantenerse erguidas en zonas sísmicas, y un montón de construcciones armadas al amparo de la corrupción y el mantenimiento de la pobreza como proyecto político ilegítimo, dieron como resultado la muerte de más de 400 personas y la pérdida de millones y millones de pesos en propiedades de seres humanos indefensos en este septiembre trágico de 2017.

Más allá de la responsabilidad moral y política de las autoridades federal y locales, este terremoto demanda una solución de raíz a problemas estructurales escondidos bajo el tapete del olvido y la negligencia. Hay que derrumbar buena parte de las construcciones dañadas y reforzar o también derribar aquellas otras susceptibles de colapsarse en el siguiente sismo, que con certeza sucederá dentro de un tiempo imposible de predecir. Esto implica la reconstrucción casi completa de colonias como la Roma, la Hipódromo Condesa, la Del Valle, entre otras en la Ciudad de México, pero también zonas en Morelos y Puebla, cuyo grado de riesgo es enorme.

Y si para Oaxaca y Chiapas, y también Guerrero, esto pasa por el tema de la superación de la pobreza extrema, en el caso de la capital del país la monumental inversión que se requiere para esta reconversión habitacional, implica la creación de un fondo de grandes magnitudes, reforzado con un modelo de asistencia social para aquellos que, al perderlo todo, han caído de la noche a la mañana en una situación de pobreza que no tenían antes de iniciar septiembre.

Es por ello que la discusión sobre la reasignación de partidas presupuestales para 2018 cobra importancia, incluyendo el tema de la reducción del financiamiento a los partidos en plena campaña presidencial. Miles de millones hacen diferencia, y serán detonador de mayores inversiones en un proyecto que no terminará en uno o dos años, y que apunta a cambiar la fisonomía de aquellas entidades que modifiquen su entorno urbano en función de esta realidad sísmica, que tendemos a olvidar y cuyos recordatorios nos cuestan caro en todo sentido.

Por supuesto que este tema de la reconstrucción será central en la campaña presidencial de 2018, más aún cuando el debate sobre la próxima reforma fiscal se presente, y en el entendido de que este será inevitable, independientemente de los recursos extraordinarios que se requieren para esta tarea monumental. Lo que no se hizo en 32 años, porque supusimos que las nuevas construcciones aguantaban todo y las viejas ya lo habían resistido, tendrá que realizarse con mayor celeridad, precisión, transparencia y profesionalismo. La memoria de las víctimas del sismo nos lo demanda, en la medida en que muchos de ellos hubiesen sobrevivido si las cosas se hubiesen hecho correctamente. Es momento de corregir a fondo, pagando los costos económicos y políticos de la negligencia histórica que nos caracteriza.

Twitter: @ezshabot

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