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Son nuestros candidatos

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Los mexicanos somos libres para votar, aunque se haya recibido un tinaco o prometido una beca; el problema es que la oferta electoral hasta ahora es deplorable.

No son muchas las opciones. Subirán al tinglado electoral cuatro o cinco actores políticos. Actuarán, prometerán, nos venderán un futuro promisorio. El cielo en la tierra. No más pobreza ni inseguridad, no más corrupción ni sueldos bajos, escuela para todos. Sentados en nuestras butacas, padeceremos fastidiados con el bajo nivel del espectáculo. Los porristas votosduros agitarán sus banderas y fingirán entusiasmo.

Los aspirantes gesticularán en el escenario. Prometerán cosas que en la mayoría de los casos no van a cumplir. Queremos creer y por eso, aunque las propuestas suenen huecas, demagógicas o francamente tontas, vamos a salir a votar. Voluntariamente cederemos parte de nuestra libertad.

Con los candidatos que hay tendremos que arar. Nos ofrecerán la luna y las estrellas a través de los medios que nosotros les brindamos. Les otorgaremos seis mil millones de pesos para que intenten convencernos (sin contar el dinero negro.) Con esos millones pintarrajearán nuestras bardas, nos aturdirán con anuncios, estarán metidos hasta en la sopa de nuestras redes sociales.

Les abriremos las puertas de la prensa, la radio y la televisión. Contaminarán nuestras conversaciones. No se nos ocurre que pueda ser de otro modo. Así es el sistema.Se nos olvida siempre que todos ellos son nuestros candidatos. Nosotros pagaremos sus cuentas después de la fiesta electoral y nos tocará recoger su batidero.

La pregunta es: ¿y si nosotros les pagamos, por qué tenemos que soportar que establezcan las reglas a su modo? ¿Por qué no hemos podido, para dar un sólo ejemplo, ponerlos a debatir? A debatir en serio. Diez o doce debates, con diferentes formatos, en donde no sólo tengan que enfrentarse entre sí, sino que tengan que vérselas con paneles de periodistas adversos. Se me dirá que esto no está contemplado en la ley electoral. Presionemos para que todo cambie.

Nosotros ponemos los recursos y más: nosotros somos su audiencia. Sin nosotros no tienen razón de ser. Ellos hacen lo que dejamos que hagan. Y dejamos que hagan muchas cosas que no nos gustan. Demasiadas.

Es insoportable la idea de que nuestro papel se reduzca a aplaudirles (porque los partidos impusieron una ley que nos impide abuchearlos en los medios) y a votarlos, pero no podamos botarlos. No podemos hacer que debatan, así como tampoco podemos obligarlos a que cumplan lo que ofrecen.

Les pagamos, votamos por ellos y luego no nos queda más que esperar, con los dedos cruzados, que nos gobiernen bien. ¿Y qué es ser gobernado? Ser gobernado “es ser vigilado, inspeccionado, espiado, dirigido, legislado, reglamentado, adoctrinado, fiscalizado, censurado, mandado”; ser gobernado es, bajo el pretexto de la utilidad pública y en nombre del interés general, “ser expuesto a contribución, explotado, monopolizado, depredado, robado, y a la menor resistencia, reprimido, multado, vejado, acosado, juzgado, encarcelado, condenado y, para colmo, burlado, humillado, deshonrado” (P.J. Proudhon).

Les pagamos para esperar a que –si acaso se dignan, si están de humor–, operen alguna política pública en favor de la sociedad. En el mejor de los casos, nos conformamos con que no nos perjudiquen.
¿Y qué podemos hacer? Nosotros pagamos sus cuentas pero no manejamos la chequera. Buscan halagarnos con promesas hueras siempre y cuando los observemos sin chistar.

No somos números de una encuesta. Somos una sociedad indiferente que puede dejar de serlo en el momento en que decidamos recobrar nuestra dignidad, en el instante en que decidamos recobrar la libertad que voluntariamente cedimos a cambio de sentirnos seguros. Esa condición de seguridad la perdimos hace tiempo. Somos rehenes de nuestro miedo.

Nos sentimos amenazados por la delincuencia y ultrajados con la triste certeza de que en muchos casos el socio principal del delincuente está en las oficinas de gobierno. Nos indignan la corrupción y la impunidad; nos indigna la incapacidad del funcionario para hacer bien su trabajo. Nos quejamos: no nos oyen. Los criticamos: no nos leen. Los denunciamos: nos amenazan.

Podemos seguir arrastrando esta condición infame. Podemos, también, intentar modificar la situación. Una vía es la resistencia pasiva. Nuestra paciencia no es ilimitada. No basta con amenazarlos con nuestro voto. El poder abusivo existe porque lo consentimos.

¿Qué armas tenemos? La crítica, la presión, el abucheo constante, la exigencia, la negativa a escucharlos si ellos son los que ponen las condiciones. Los candidatos sin audiencia no son nada, meros representantes de su vanidad. No son los salvadores de la patria sino burócratas inflados por nuestra atención. Viven con nuestro dinero.

Hace casi cinco siglos un joven francés de 16 años, Étienne de La Boétie, escribió un breve Discurso de la servidumbre voluntaria, un brillante panfleto contra el poder arbitrario. “¿Tiene sobre nosotros algún poder que no provenga de nosotros mismos? ¿Cómo se atrevería a robarnos si no es porque se lo consentimos?”

De nosotros son los oídos y no queremos escuchar sandeces, nuestra es la boca para expresar nuestro repudio. Nuestros son los recursos que gastan y nuestro el voto que les da sentido. Nuestra la posibilidad de recobrar la dignidad que en algún momento extraviamos. Nuestra es la libertad.

Lo que no debe serEs insoportable la idea de que nuestro papel se reduzca a aplaudirles (a los partidos) y a votarlos, pero no podamos botarlos.

Twitter: @Fernandogr

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