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Una novela de soledad en tiempos en que todos están comunicados

El nombre de una ciudad noruega que está dentro del Círculo Polar Ártico da título a este inquietante relato acerca de un individuo que poco a poco se da cuenta que nadie entiende lo que dice. Ni siquiera él mismo puede descifrar las notas que toma en un bloc amarillo.

No es que haya enmudecido, pero parece condenado al silencio absoluto, a la soledad más aplastante. Su existencia se reduce a una serie de precisas y absurdas rutinas, como sintonizar en una radio de onda corta la UBV-76, que transmite desde un punto cercano a Moscú y que en 30 años sólo ha difundido voces humanas en 16 ocasiones.

“Al final, lo único que tenemos son las apariencias y con eso tenemos que arreglárnoslas”, dice el ensayista José Israel Carranza, quien acaba de publicar Tromsø, su primera novela, en la que un hombre anónimo del que nada se sabe, salvo que está imposibilitado para comunicarse, arrastra al lector a una atmósfera angustiante. Solo, frente a un libro cuyo autor demoró tres años en escribir y cinco más -asegura- releyéndolo “obsesivamente”.

Si ahora hay acceso a tantas y tan diversas vías de comunicación, ¿por qué la soledad es un tema relevante en estos tiempos?

-Esta novela es una parábola de la soledad. La soledad subyace al espejismo de que estamos constantemente comunicados con los demás, entendiéndonos, informándonos de la mejor manera, porque todo eso se desbarata muy rápidamente. Por eso creo que fue tomando forma la historia de este hombre que va descubriendo los límites de su soledad, de su imposibilidad de comunicarse con los demás y del silencio que lo rodea, en el que se va viendo cada vez más sumergido.

¿No es una paradoja que existan los medios, pero la gente no logre comunicarse?

-Es que vivimos una imposibilidad de comunicarnos y de entendernos con los demás. En la historia que se cuenta en Tromsø, esa imposibilidad está llevada al extremo, pero en la vida cotidiana yo lo experimento como cualquiera que se ponga a pensar en ello. El lenguaje que usamos todos los días, las ilusiones que tenemos de que los demás están comprendiéndonos en realidad no sirven de gran cosa para comunicarnos.

 ¿La soledad es silencio?

-Así lo entiendo, como una forma creciente de silencio en la que nos vamos viendo arrinconados, dada la imposibilidad de entendernos con los otros y esa generación constante de confusiones, extravíos y mal entendidos que configuran nuestra vida.

¿Las palabras explican el mundo?

-Eso es lo que quisiéramos creer, pero como este personaje se va dando cuenta, en realidad esas figuraciones le sirven de muy poco. Conforme iba desarrollándose la novela, fui percatándome de que funcionaba también como una reflexión acerca de los límites de la escritura, de lo que la escritura misma es capaz de consignar, de hacer ver a los demás y aquello que queda fuera de su alcance.

¿Por eso la narrativa reiterativa, los largos paréntesis, los recursos de los que se vale para su novela?

-Sí. Fue un descubrimiento inesperado. Esta novela surgió como un ensayo y en determinado momento me indicó que ahí había una historia que estaba narrándose; seguí adelante, contando la historia con los recursos de la escritura ensayística: la digresión, la deriva, el aparente extravío, con la libertad de llevar las ideas hasta donde tuvieran que llegar. La prosa adquirió formas sinuosas, laberínticas, a veces deliberadamente tortuosas, que entrañan una dificultad para la lectura, pero no quise renunciar a esa dificultad, porque me parece que dice algo acerca de los mismos temas que están siendo abordados.

Esa forma de narrar crea una atmósfera de soledad…

-Me percaté de eso y fue algo que me permitió seguir adelante. Hay una escritura obsesiva, que está permanentemente angustiada por precisarlo todo, por detallarlo hasta el extremo y luego me encontré con el epígrafe de Coetzee, que viene al principio de la novela, acerca de los detalles, que uno tiene que limitarse como escritor a suministrar los detalles y dejar que los significados emerjan por sí solos. Eso me abrió la posibilidad de seguir diciendo todo lo que me parecía que tenía que ser dicho, aunque fuera de esa forma tan intrincada.

No se sabe nada de su personaje, salvo lo que ocurre en el presente, sus rituales y costumbres; ¿cómo logró escribir una novela en torno a alguien de quien no revela nada?

-Me encontré con este hombre y no tuve más remedio que ponerme a seguirlo, poner la escritura al servicio de esa pesquisa que no se sabe hacia dónde va, porque hace cosas sumamente extrañas, como la relación que sostiene con su helecho, por ejemplo, que cuenta como la única compañía que tiene el hombre. En los rituales, sobre todo al principio, está la obsesión, pero luego es el automatismo, dejarse vivir sencillamente por aquello que el cuerpo hace por sí solo, por los pasos que lo mueven sin que aparentemente intervenga su voluntad; no podemos asegurar que los movimientos que ejecuta estén decididos por su propio albedrío, es una liberación del personaje a que le pase todo lo que le tenga que pasar porque no llegamos a saber nada acerca de él.

¿El origen de su ensayo era filosófico?

-No. Era un ensayo sobre la identidad. Tal vez haya una lectura filosófica, pero no quiero pretender que haya una tesis entreverada o una forma de enfocar filosóficamente los temas. Quizá quepa la posibilidad de que estén expuestas ideas de las filosofías del siglo XX, de Hans-Georg Gadamer y compañía, que tienen que ver con la postulación del diálogo como única forma para dar sentido. Pero este personaje ni siquiera cuenta con esa posibilidad.