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Cada vez estamos más cerca de fabricar humanos de forma industrial. Y eso lo cambia todo

En mitad de los durísimos debates sobre el colapso y la superpoblación de los años 80, el economista Julian Simon se hizo famoso por la idea de que el último recurso no eran ni el petróleo, ni el uranio, ni el agua: el último recurso de la humanidad era la imaginación. Para el pensador norteamericano, cada persona que nacía era más que una boca que alimentar, era sobre todo una mente con la que generar ideas y resolver problemas.

Ahora que cada vez hay más expertos convencidos de que el crecimiento de la población mundial está a punto de hundirse, la idea de que necesitamos más seres humanos se vuelve más relevante que nunca. Sobre todo, porque la posibilidad de concebir humanos a escala industrial está más cerca que nunca.

De la máquina de hacer humanos…

Va a cumplirse un siglo desde que J.B.S. Haldane, uno de los genetistas ingleses más importantes de la historia, acuñara el término ‘ectogénesis’ para referirse a los embarazos que tendrían lugar en esos úteros artificiales. Fue justo entonces cuando Haldane predijo que, para 2074, menos del 30% de los embarazos serían ‘naturales’. Estamos lejos, sí; pero cada día más cerca (y aún faltan 50 años).

Actualmente, la línea de viabilidad de los fetos humanos está en torno a la semana 22 y 23 del embarazo. Ese es el momento en que los pulmones se desarrollan y, aún hoy, sigue siendo un punto crítico. Las cifras son elocuentes por sí solas: mientras solo un 20% de los nacidos con 23 semanas sobreviven, esa cifra sube hasta el 80% cuando hablamos de nacidos en la semana 25.

corderos

Es un punto crítico, entre otras muchas cosas, por las complicaciones técnicas inherentes: como explicaba Matt Kent cosas tan básicas como bombear sangre a fetos muy inmaduros son un problema tecnológico de primer nivel, se necesita una presión que los tejidos no pueden aguantar bien. Avanzar en nuestra capacidad para disminuir las muertes (y las secuelas) que provocan los partos prematuros (uno de cada diez embarazos actualmente en EEUU) es necesario, pero también muy difícil.

En el otro lado del proceso (el de pasar del cigoto al feto) también hay dificultades, pero estamos avanzando poco a poco. Hay ejemplos para todos los gustos. Por solo repasar algunos recientes: el profesor Yoshinori Kuwabara y su equipo de la Universidad Juntendo en Japón fueron capaces de gestar embriones de cabra en una máquina con tanques llenos de fluido amniótico; o la profesora Helen Hung-Ching Liu, del Centro de Medicina Reproductiva de la Universidad de Cornell, también consiguió llevar casi a término el desarrollo de un embrión de ratón gracias a un endometrio desarrollado mediante bioingeniería.

Los beneficios médicos están claros: esta tecnología podría ayudar a parejas con problemas para tener hijos o ayudar a sobrevivir a bebés prematuros. El embarazo y el parto son procesos extremadamente duros y muchos teóricos ya hablan del fin del embarazo natural como de la ‘última gran liberación de la humanidad’. Pero sobre todo, podría suponer uno de los mayores avances sociales, educativos y sanitarios en décadas.

La ‘ectogénesis’ puede proveer entornos gestacionales sanos y seguros lejos de contaminantes, de drogas y de alcohol. Martha J. Farah, profesora de la Universidad de Pensilvana lleva muchos años estudiando las relaciones entre el desarrollo cerebral y el estatus socioeconómico. La generalización de la ectogenésis podría eliminar uno de los mayores focos de desigualdad que existen: las condiciones del embarazo.

…a la fábrica de hacer humanos

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Casa de Niños del kibutz Gan Shmuel (1935-40)

Paradógicamente, toda esta es la parte fácil de «hacer humanos». Como decía hace años Scott Alexander, para un enorme número de problemas contemporáneos, «la sociedad es fija, la biología mutable». O, trayéndolo al tema del artículo, imaginemos que finalmente perfeccionamos estas tecnologías y desarrollamos la capacidad de fabricar humanos de forma industrial como forma de revertir las tendencias demográficas actuales o poblar colonias interplanetarias. ¿Qué hacemos con cientos, miles o millones de bebés? ¿Cómo los educamos, cómo los criamos, cómo los convertimos en seres funcionales?

Aquí, sinceramente, las incógnitas son mucho más grandes. Y no porque no haya precedentes modernos, sino porque esos precedentes fracasaron. Pienso en las célebres «casas de niños» del los kibutzim israelíes. Hasta los años 80, el método educativo que prevalecía en las comunidades colectivas sionistas conllevaba dejar a los niños en unos centros comunitarios desde el momento mismo del nacimiento. Allí, en esas ‘casas de los niños’, se trataba de implementar el «principio de igualdad» básico en el funcionamiento del kibutz.

En este sentido, «la autoridad educativa del kibutz era la responsable de la crianza y el bienestar de todos los niños nacidos en él; cuidando su alimentación, ropa y tratamiento médico». Los niños podían pasar dos o tres horas al día en casa de sus padres, pero la mayor parte de su vida se vivía en la Casa de los niños y las áreas comunes del kibutz. Si bien este sistema fue omnipresente hasta los años 80, las tendencias «familiaristas» acabaron por mandarlo a la papelera de la historia y hoy es solo un viejo recuerdo. Es más, a muchas personas plantearlo es incluso repulsivo.

¿Estamos preparados para el resurgir de los grandes orfanatos decimonónicos? ¿Tendremos capacidad de educar y dar oportunidades a los millones de seres humanos que esas teóricas fábricas podrían poner en la calle? La pregunta es relevante porque ni siquiera está claro que la llegada de este tipo de tecnologías tenga un impacto significativo en las tendencias demográficas actuales.

Como señalaba el demógrafo Lyman Stone, «la transición a tasas de fertilidad más baja podría haber ocurrido en 1500 o 1300 o 900 o 500 aC; de hecho, probablemente sucedió en esos períodos en varios lugares, pero debido a que no sucedió al mismo tiempo que el crecimiento económico masivo para mejorar el nivel de vida, mejorar la supervivencia infantil y compensar las pérdidas de población por la caída de la fertilidad, nunca se mantuvo».

Es decir, se trata de un problema mucho más profundo (y está enraizado en la cultura, la productividad y las relaciones sociales) como para que una solución tecnológica de este tipo pueda darles la vuelta. Al menos, por sí sola. Pero si Julian Simon tenía razón y la mejor forma de granjearnos un futuro mejor (en la Tierra o fuera de ella) es ser más mentes pensando juntas, tenemos que empezar a pensar en ello. El invierno demográfico puede estar cerca, pero para ganarle la partida deberemos cambiar muchas de las cosas que constituyen lo que hoy llamamos civilización.