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El gran engaño de la amígdala: por qué estamos obsesionados con las formas de morir más improbables

Escojamos un año no muy lejano en el tiempo, situado antes de la pandemia para evitar un pico de mortalidad excepcional, como es el caso del año 2018. Solo en España, a lo largo de todo ese año, hubo 427.721 defunciones, según el Instituto Nacional de Estadística (INE), 3.198 más que en el año anterior (un 0,8% más).

Teniendo en cuenta que un año tiene 365 días, para ocuparnos de todas estas muertes (invirtiendo tiempo en medios de comunicación o simple espacio mental en nuestras cabezas) deberíamos gestionar más de mil muertes al día: 1.171. Eso son 48 muertes por hora. Casi una muerte por minuto: 0,8 decesos por minuto, concretamente. Por supuesto, deberíamos permanecer despiertos durante todo un año.

Naturalmente, no todas las muertes revisten la misma importancia, el mismo impacto emocional o la misma relevancia informativa. La mayoría de estas muertes se deben a causas internas vinculadas a una edad avanzada. Lo que viene siendo «morirse de viejo». Y, hasta cierto punto, no deberían ser causas de muerte que nos preocuparan más que el resto.

Sin embargo, según la Clasificación Estadística Internacional de Enfermedades y Problemas Relacionados con la Salud de la OMS, hay algo más de 8.000 cosas que pueden matarnos. Muchas de estas cosas nada tienen que ver con la senectud. Y un gran porcentaje son problemáticas.

No obstante, por lo general nuestra preocupación (la alarma personal o social) y la cobertura de los medios de comunicación (que retroalimenta la alarma personal o social) no parece centrar su atención en las causas que producen más muertes, sino menos. O sintetizado de otro modo: la percepción del riesgo es la suma del peligro más el escándalo, lo que dista mucho del análisis objetivo. Porque el problema es que nuestra forma de registrar el peligro está desfasada, y la forma de informar de los medios de comunicación sobredimensionan el escándalo.

El centinela paranoico: la amígdala

Aunque hay otras regiones involucradas, por simplificar podemos decir que la amígdala es una región de nuestro cerebro que, entre otras cosas, sirve para activar la lucha o la huída cuando un peligro nos sale al paso. La sensación de miedo, pues, es producida por la amígdala. Si una persona no tiene amígdala, de hecho, deja de tener miedo.

Lógicamente, la amígdala fue muy útil para que nuestros antepasados sobrevivieran a serpientes y otros peligros. Sin embargo, la amígdala no se activa frente a riesgos que no entiende, o riesgos invisibles, como la polución del aire. Y el problema es que los riesgos actuales se parecen muy poco a los riesgos para los que la amígdala fue adaptada. Por eso, aunque la contaminación ambiental causa en España 31.600 muertes prematuras y las serpientes apenas una o dos por año, tenemos muchísimo más miedo a las serpietes que a la polución del aire.

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(adrianna geo/Unsplash)

Además, nuestro sistema de detección de peligros es como un centinela diseñado para no apagarse hasta que el peligro potencial haya desaparecido completamente. Pero los riesgos probabilísticos nunca desaparecen. Es decir, que si nos informan machaconamente desde algunos medios o púlpitos mediáticos o políticos que el riesgo de ser asesinado mientras paseamos por la calle es elevadísimo, nuestro miedo sigue ahí porque cada poco tiempo se dedican muchas horas o hasta días a hablar de los asesinatos que se producen en las calles.

O de los atentados terroristas. O de los desastres naturales.

Sin embargo, la mayoría de los homicidios tienen lugar en el ámbito de la familia, los amigos y personas allegadas. Y, además, en países como España, es entre diez y trece veces más probable suicidarse que morir a manos de otra persona. Estamos hablando, pues, de unos 11 suicidios de media cada día. Es decir, que la persona a la que le debemos tener miedo de verdad es a nosotros mismos. Así, para muchos muchos países desarrollados y para muchas culturas tradicionales, el suicidio se ha convertido en un auténtico problema de salud pública que ya no se puede disimular. Sobre todo entre adolescentes.

Retroalimentando el miedo: medios de comunicación

«¡Que viene el lobo, que viene el lobo!», es la forma más fácil de obtener atención y share, pero también la más fácil de propiciar malas decisiones en la sociedad.

Pongamos el ejemplo de dos grandes medios de comunicación: The New York Times y The Guardian. En 2016, alrededor de un tercio de las causas de muerte entre estadounidenses se debió a enfermedades del corazón. Sin embargo, esta causa de muerte recibió solo el 2-3% de la cobertura de los medios. Y, por contraposición, las muertes violentas representan más de dos tercios de la cobertura de los medios, pero representan menos del 3% del total de muertes en Estados Unidos.

Por ello, como ha calculado el estadístico británico David John Spiegelhalter en The Norm Chronicles: Stories and numbers about danger, de promedio se necesitan más de 8 000 víctimas del tabaco para que aparezca una sola noticia sobre el tema en BBC News, más de 7 000 víctimas de la obesidad, más de 4 000 víctimas del alcohol… pero solo unas pocas del sida, el sarampión o del mal de las vacas locas.

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La primera causa de muerte global en 2019 fueron… Las enfermedades cardiovasculares. (Our World in Data)

A fin de cuentas, tal y como señala el periodista Derek Thompson, autor de Creadores de Hits: Cómo triunfar en la era de la distracción: «El poder de la prensa no solo reside en informar y emitir juicios en torno a temas importantes, sino determinar lo que es digno de ser cubierto en primer lugar». Y tampoco hay una conspiración por desinformar. Ni siquiera lo relevante es el interés político. Lo que hay, mayormente, es capitalismo: en la economía de la atención, obtiene más audiencia el que sintoniza mejor con los miedos latentes de las personas.

Atrapados en una trampa emocional y estadística

Esta mezcla de incapacidad matemática para asimilar ciertas cifras o porcentajes, las infinitas formas de presentarlos y la necesidad de los medios de comunicación de alimentar el escándalo de unas historias dramáticas para obtener mayor audiencia da como resultado una percepción profundamente sesgada de los riesgos modernos.

Como explico en el libro De qué (no) te vas a morir, que se centra en analizar los riesgos en la vida cotidiana y cómo los medios de comunicación los moldean inconscientemente para sintonizar con nuestra amígdala, vivimos en un mundo más seguro a la vez que lo percibimos como más inseguro. Sobre todo en lo tocante a algunos riesgos que estadísticamente son poco relevantes:

La mayoría de estos cálculos no los efectuamos racionalmente. Además, el miedo irracional tiende a desestabilizar la báscula coste / beneficio. Simplemente, nos dejamos llevar por el pánico, por la histeria colectiva, por las noticias dramáticas divulgadas por medios de comunicación que batallan en el mercado de la atención.

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Otra cosa que nos resulta muy difícil aceptar como sociedad, porque supone usar las cifras de muertos de forma aséptica en aras de determinar los costes y beneficios que supone tratar de salvar unas víctimas frente a otras, es que no existe el riesgo cero. O alcanzarlo supone un coste social enorme.

Suena frío usar los datos para organizar los recursos (finitos) para salvar vidas, pero intuitivamente es lo que hacemos cada día. Cuando llegamos tarde al trabajo y sobrepasamos la velocidad máxima permitida en carretera, estamos aceptando implícitamente que el riesgo de morir en una accidente es asumible si a cambio podemos llegar a tiempo. O como escribe el paleoantropólogo de la Universidad de Harvard Daniel E. Lieberman, en su libro La historia del cuerpo humano: «Dejar que cierto porcentaje de gente muera a causa de los contaminantes de los coches o los accidentes de carretera es un precio que al parecer estamos dispuestos a pagar a cambio del beneficio de tener coches».

Así que volvamos a ese año 2018 y recordemos que hubo 427.721 defunciones. Pero ni los ataques terroristas, ni los homicidios, ni los desastres naturales, sumados todos, llegan ni siquiera al 1% de las causas de muerte.

Muertes

(Eli Solitas/Unsplash)

El 28,3% de las defunciones en 2018 fueron causadas por enfermedades del sistema circulatorio (primera causa de muerte en mujeres) y el 26,4% por tumores (primera causa en hombres). Entre los menores de un año, 8 de cada 10 defunciones se debieron a afecciones perinatales y a malformaciones congénitas (57,9% y 22,0%, respectivamente). El suicidio se mantuvo como la primera causa de muerte externa, con 3.539 fallecimientos. Por detrás se situaron las caídas accidentales (con 3.143 muertes y un aumento del 2,8%) y el ahogamiento, sumersión y sofocación (con 3.090 y un descenso del 0,8%). Por accidente de tráfico fallecieron 1.896 personas, lo que supuso un 2,4% menos que en 2017.

Esas son las cifras, lejos del ruido de los medios de comunicación y las distorsiones de nuestra amígdala. Así que lo único que nos queda es continuar haciendo pedagogía y exigir mayor rigor en la información. Sobre todo en el tiempo dedicado a cada información.

Tiene algo de entelequia, sin duda, porque el dato raramente mata el relato, pero ese es el camino hacia el que debemos abrir senda. Hasta que quizá, algún día, no nos resulte tan contraintuitivo afirmar que, dados los actuales datos sobre homicidio, Europa occidental es el lugar más seguro de toda la historia de la humanidad. O que la única manera de no morir, es no vivir.

Imagen: GTRES

DE QUE NO TE VAS A MORIR

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