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La ciencia contemporánea se ha convertido en una máquina de usar y tirar jóvenes investigadores

Si es verdad aquello que decía Max Planck de que “la ciencia avanza funeral a funeral”, la ciencia debe de avanzar cada vez más rápido. Porque en una de las más grandes innovaciones de la ciencia contemporánea es que ya no hay ni que esperar a la muerte. La “vida media” de los investigadores en activo ha pasado de los 35 años en 1960 a solo 5 en la década de los 2010.

Al menos eso es una de las cosas que ha sacado a la luz un análisis de las carreras de centenares de investigadores en astronomía, ecología y robótica. La comunidad científica se ha convertido en una fábrica de producir trabajadores temporales que dedican sus veintenas a trabajar en investigación buscando un futuro que no van a alcanzar.

Un indicador de la precariedad de la ciencia

De hecho, el estudio publicado en PNAS es mucho más devastador: no solo los investigadores cada vez duran menos, entre los que quedan hay un grupo cada vez más grande que pasan toda su carrera como “segundos autores” y no llegan a liderar investigaciones propias.

Por si fuera poco, da igual cuánto trabajes, el reconocimiento que tengas o el grupo de investigación donde empieces: ni la productividad, ni el factor de impacto, ni el nivel de colaboración inicial predicen la supervivencia de los investigadores en último término.

Según los investigadores, el sistema científico internacional se ha ido moviendo progresivamente hacia un sistema fuertemente jerarquizado con una ‘clase’ de investigadores principales (prestigiosos, bien financiados y con trabajos muy estables), un grupo pequeño de colaboradores relativamente permanentes y un continuo ir y venir de jóvenes investigadores que abandonan la carrera científica a los pocos años de iniciarla.

La trampa de las vocaciones

Vlad Tchompalov 248830 Unsplash 1

No se puede decir que sea una sorpresa. En los últimos años, conforme crecían los esfuerzos públicos para incrementar las ‘vocaciones científicas’, crecían las voces contra ellas (o que reflexionan críticamente sobre el problema). Esta misma semana, a propósito de las noticias sobre la incipiente crisis demográfica, varios investigadores y divulgadores científicos explicaban en las redes sociales cómo se habían quedado ‘atrapados’ por un modelo que les incentiva a superespecializarse en campos con poca salida laboral, pero que es incapaz de ofrecerles empleos estables a medio plazo.

El asunto central aquí no es la precariedad (que tristemente parece que se está convirtiendo en un mal endémico de la salida de la crisis), sino las insistencias de las administraciones públicas por ‘promover las vocaciones científicas’. ¿Tiene sentido promover un sistema que se basa, de facto, en la precariedad de los jóvenes investigadores (o docentes) cuando, como administración pública, es tu responsabilidad que eso no sea así? Ahí es donde está el quid de la cuestión.

Hace unos años, Sydney Brenner, Nobel de medicina en 2002, reflexionaba sobre cómo la deriva del sistema académico estaba provocando una profunda erosión de las bases sociales de la investigación. Si no reaccionamos pronto, las consecuencias pueden ser peligrosas para el futuro mismo de la ciencia.

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