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La evolución humana no ha parado: es más, hay razones para pensar que está más acelerada que nunca

La humanidad está evolucionando ahora mismo. Ni los análisis masivos de genomas ni la propia teoría evolutiva nos permiten sostener lo contrario. Aunque resulte poco intuitivo, hay fuertes indicios de que nuestra evolución se encuentra en una fase acelerada.

Pero puede que el sentido común, un «cuñado» poco fiable en asuntos de ciencia, nos sugiera algo como esto: «Casi todo el mundo sobrevive hoy en día. Los fuertes, los débiles, los listos, los tontos, los feos y los guapos, los sanos y los enfermos… todos sobreviven ahora gracias a los avances de la medicina, y al progreso social. La selección natural ya no funciona en nuestra especie. ¿Cómo vamos entonces a seguir evolucionando?»

Es complicado que no exista evolución

En realidad, dejar de evolucionar es sumamente difícil. Estrictamente hablando, la evolución es un cambio en las frecuencias de los genes a lo largo del tiempo. Si los genes que, por ejemplo, dan lugar a ojos marrones son el 80% y al cabo de un tiempo son el 83% o el 78%, ya se estaría produciendo evolución. Para que la evolución se detenga del todo, las poblaciones tienen que ser infinitas en tamaño, estar aisladas unas de otras, emparejarnos completamente al azar, reproducirnos todos exactamente con el mismo éxito, impedir las mutaciones… en definitiva, cumplir requisitos imposibles.

La selección natural no es la única fuerza evolutiva, pero se la considera el motor principal y, muy frecuentemente, un motor atascado como consecuencia de nuestra sabiduría. Grandes comunicadores han sostenido que nuestra evolución biológica ya no marcha, que la evolución cultural ha tomado el relevo. Sir David Attenborough, por ejemplo, sostuvo que detuvimos a la selección natural en cuanto conseguimos salvar al 95-99% de los bebés que nacen.

La selección natural sigue siendo un motor clave en la evolución humana

Es cierto que muy pocos niños mueren ya en nuestra privilegiada época, especialmente en los países más desarrollados, pero no todos esos niños se convierten en padres, y no todos los padres tienen el mismo número de niños. A pesar de que la asociamos popularmente con la muerte, a la selección natural no le «importan» tanto las diferencias en supervivencia como las diferencias en éxito reproductivo.

En Dinamarca, durante las últimas décadas, los hombres altos han estado teniendo más hijos por término medio que los bajos. Aunque la estatura depende mucho de las condiciones ambientales, la selección natural, a través del atractivo físico (selección sexual) o de otras ventajas desconocidas, puede explicar en parte por qué los daneses son actualmente la población más alta del mundo.

Sin embargo, en los Estados Unidos, la selección natural puede estar favoreciendo una estatura ligeramente más baja. Según un estudio de 2010, las diferencias reproductivas estarían dando como resultado modestos cambios evolutivos. La siguiente generación de mujeres tendrá, según sus cálculos, menor presión sanguínea, menores niveles de colesterol y una llegada más tardía de la menopausia.

La selección no se detiene ni siquiera donde la fertilidad está por los suelos y las técnicas de control de la natalidad son accesibles para tanta gente. Las personas acaban teniendo muy diferente número de hijos ya sea por cuestiones de salud y vigor, de propensión o interés, o de capacidad para atraer parejas. En China, por ejemplo, hay casi 30 millones de hombres solteros con serias dificultades para encontrar esposa. Si hay genes influyendo en estas diferencias, aunque sea parcialmente, ya tenemos a la selección natural funcionando.

¿Por qué sabemos que seguimos evolucionando?

Esquimales

Los partidarios de la evolución detenida discrepaban en la causa y también en la fecha. Para el prolífico ensayista, divulgador y paleontólogo Stephen Jay Gould, el Homo sapiens había evolucionado durante el periodo en que nos diferenciamos como especie, y después se había quedado en «estasis evolutiva», es decir, sin apenas cambios relevantes. Según Gould, esto le ocurría a la mayoría de las especies y, por tanto, los humanos estábamos evolutivamente detenidos no tanto por nuestra cultura o inteligencia sino por estar cortados por el mismo patrón que cualquier otro ser vivo.

Discutiendo a Jay Gould: Lo que sabemos de los neanderthales apunta a una evolución del ser humano diferente

Sin embargo, resultaba muy evidente que en nuestra especie se habían producido cambios evolutivos bastante después de que surgiéramos a partir de un homínido previo. Las diferencias físicas entre poblaciones geográficas (color de piel, tipo de pelo, tamaño del cuerpo, diversos rasgos del esqueleto…) siempre nos han resultado muy llamativas. Uno puede quitarles importancia llamándolas variaciones locales o pequeñas adaptaciones, pero lo cierto es que se trata, estrictamente hablando, de evolución pura y dura.

Ni el descubrimiento del fuego, ni la construcción de refugios, ni las armas de caza, ni la ropa, consiguieron paralizar la selección natural, que siguió modelando nuestros cuerpos a medida que los sapiens se extendían por el planeta. La piel clara evolucionó de forma independiente en Europa y Asia, probablemente porque la piel oscura original dificultaba la síntesis de vitamina D en las zonas menos soleadas de la Tierra. Las investigaciones indican que el «blanqueamiento» de la población europea ocurrió hace escasos miles de años. La piel negra se conservó o se oscureció aún más en las regiones ecuatoriales, protegiendo el ácido fólico del exceso de rayos ultravioleta.

En los Andes, Etiopía y el Tíbet, las poblaciones se han adaptado evolutivamente a las alturas. En tan solo tres mil años, la selección natural consiguió dotar a los tibetanos de impresionantes adaptaciones fisiológicas que les permiten soportar sin molestias una altitud de cuatro mil metros y vivir con normalidad allí donde cualquier otro humano puede caer fulminado por el «mal de montaña».

Diversos pueblos en África, Asia y América se adaptaron a la vida en las selvas tropicales dando lugar por separado al «tipo pigmeo»: humanos de muy pequeño tamaño, por causas genéticas. En el ártico, el cuerpo robusto de extremidades cortas, y la producción de grasa parda son adaptaciones que protegen a los esquimales del frío intenso. En las regiones cálidas y áridas, la selección natural ha producido cuerpos humanos finos y esbeltos con mayor capacidad de refrigeración. Genes de protección a enfermedades como la malaria se extendieron por toda el África subsahariana. Existen pueblos con adaptaciones genéticas al buceo o contra los efectos del venenoso arsénico.

Nuestra capacidad para protegernos de las agresiones naturales mediante la cultura y los inventos no desactivó nunca a la selección natural

Está muy claro que nuestra capacidad para protegernos de las agresiones naturales mediante la cultura y los inventos no desactivó nunca a la selección natural. Los que afirman que ya no evolucionamos a veces se excusan diciendo que todos estos ejemplos son poco espectaculares. Además, tienen otros argumentos.

El psicólogo evolucionista Satoshi Kanazawa sostuvo que nuestro medio ambiente es tan cambiante, tan poco estable desde que inventamos la agricultura, que la selección natural ya no puede favorecer ningún rasgo de forma consistente. Entre los psicólogos evolucionistas abunda la creencia de que tenemos una «mente de la Edad de Piedra» forjada durante las decenas de miles de años en los que fuimos cazadores-recolectores, una mente a menudo mal adaptada al estilo de vida moderno. Los promotores de la «dieta paleo» o el «estilo de vida paleo» venden ideas similares pero referidas a nuestra fisiología: tendríamos un «cuerpo de la Edad de Piedra» muy desajustado a nuestros hábitos actuales de nutrición y actividad física.

Sin embargo, también hemos sufrido evolución reciente en lo que respecta a la forma de alimentarnos. El ejemplo más potente es nuestra (mayoritaria) capacidad para digerir los lácteos en Europa, Oriente Medio y ciertas regiones de África con tradición ganadera. Los humanos, como otros mamíferos, se hacen «intolerantes a la lactosa» al poco tiempo de ser destetados. La selección natural, con una fortísima intensidad como pocas veces se ha detectado, propagó mutaciones que nos permitían aprovechar durante toda la vida la leche de vacas, ovejas y cabras sin sufrir molestias. Quedan pocas dudas de que los extraordinarios nutrientes de los lácteos dieron más vigor y más niños (un 10% más) a los portadores de esos genes. Incluso hoy en día puede comprobarse que los intolerantes a la lactosa sufren algunas desventajas de salud en regiones donde es habitual el consumo de leche, como en el Reino Unido.

Evolucionamos más rápido porque somos muchos más

Gente

El biólogo y divulgador Steve Jones escribió que las grandes poblaciones humanas actuales se mezclan demasiado y que eso diluye cualquier cambio evolutivo. En realidad, estrictamente, la mezcla en sí misma ya es evolución. Jones no era el único que piensa que la evolución trabaja mucho mejor en poblaciones pequeñas pequeñas bastante aisladas. La deriva genética es un mecanismo evolutivo que produce diferencias al azar entre poblaciones y es mucho más intensa cuando hay pocos individuos y cuando no hay apenas migraciones. La selección natural, por el contrario, puede dar lo máximo de sí en poblaciones grandes y, sobre todo, genéticamente diversas.

La idea dominante de que la evolución humana estaba detenida o, al menos, muy ralentizada, entró en crisis cuando se publicó La Explosión de 10.000 años: cómo la civilización aceleró la evolución humana. Era el año 2009 y este polémico libro de los antropólogos Gregory Cochran y Henry Harpending, sugería, por primera vez, justo la hipótesis contraria: el descubrimiento de la agricultura y la gran revolución neolítica que convirtió a los nómadas en granjeros y labradores, aldeanos y urbanitas, multiplicaron por la velocidad de la evolución humana por cien.

Nunca nuestra especie había evolucionado tan rápido como en los últimos diez milenios y seguimos, según estos autores, en esa fase acelerada. Las responsables fueron las nuevas presiones selectivas, debidas a los incontables cambios producidos en nuestro modo de vida. La humanidad comenzó a alimentarse de otras formas, a trabajar como nunca antes, a relacionarse con mucha más personas y en sociedades más complejas. Surgieron nuevos problemas nutricionales, nuevas enfermedades, nuevas oportunidades, nuevas formas de resultar interesante para el sexo opuesto. En teoría, muchos genes que antiguamente no eran ventajosos pasaron a serlo, y viceversa.

Simplemente porque nace mucha más gente, el azar puede producir lo que antes resultaba sumamente improbable

Pero otro importante factor contribuyó a la aceleración evolutiva: el aumento de la población. Como explica John Hawks, hubo un incremento masivo durante la transición agrícola en el neolítico, y otro más reciente tras la revolución industrial y la globalización del desarrollo tecnológico.

La selección natural trabaja con variabilidad genética, es decir, con diferentes alternativas de genes que producen diferentes efectos. Sin variabilidad genética, la selección se detiene. Cuando la población aumenta, la variabilidad se conserva mucho mejor y surgen muchas más mutaciones raras potencialmente beneficiosas. Simplemente porque nace mucha más gente, el azar puede producir lo que antes resultaba sumamente improbable. Todos aquellos bebés supervivientes que según David Attenborough habían paralizado a la evolución, quizá la estén activando aún más.

Los científicos pueden hoy en día someter nuestra información genómica a diferentes tests y detectar aquellos genes que han cambiado recientemente por selección natural. Lo que han encontrado es que son muchos, y que su función es muy variada: en los últimos milenios se han estado seleccionando genes relacionados con el riesgo de sufrir enfermedades mentales, genes del sistema inmunitario, genes asociados al olfato, al metabolismo, a la producción de espermatozoides, a la pigmentación, a la forma de los huesos, a la función cerebral… En la mayoría de los casos, las ventajas concretas o las funciones precisas de esos genes aún se desconocen.

Resulta imposible hacer predicciones sobre el futuro de la humanidad. Hoy sabemos que el vehículo de nuestra evolución siempre ha estado moviéndose y que la cultura y la tecnología, así como la existencia de muchas personas vivas genéticamente diversas, pueden funcionar como aceleradores más que como frenos. Como dijo Carl Sagan, sosteniendo una postura minoritaria en su tiempo: «No hay razón para pensar que el proceso evolutivo se ha detenido. El hombre es un animal de transición».