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La posverdad no era para tanto: la gente sí cambia de opinión cuando se le presentan hechos

¿Cuánto vale un argumento? ¿Qué peso tiene un razonamiento bien ensamblado, robusto y que enraíza en hechos verídicos y demostrables? ¿Se persuade más apelando al cerebro o al corazón, cuando no a las tripas? La pregunta es tan vieja como el concepto mismo de sociedad y a su modo ya le daban vueltas allá, hace milenios, en la Grecia clásica; pero en tiempos de posverdad y fake news en los que crear bulos resulta más fácil que nunca la cuestión es, si cabe, más urgente.

La duda de fondo apunta a nuestra naturaleza más íntima, como individuos y como seres sociales. ¿Estamos dispuestos a replantearnos nuestras opiniones? ¿Y qué hace falta para que eso ocurra? En la cuenta Soc Done Left acaban de desgranar estudios que arrojan luz sobre el tema.

Una cuestión de posverdad… Para empezar no viene mal refrescar conceptos. Como el de posverdad. La RAE la define como la “distorsión deliberada de una realidad, que manipula creencias y emociones con el fin de influir en la opinión pública y actitudes sociales”. Su lectura en clave política es clara: mejor las sensaciones que las razones, mejor que algo aparente ser verdad que el hecho de que realmente lo sea o no. La clave está en la reafirmación constante en las propias ideas.

… Y cabezas cuadradas. Visto así, sobre el papel, el concepto parece casi contraintuitivo; pero hay estudios que demuestran hasta qué punto lo asumimos. Hace ya más de una década, por ejemplo, Brendan Nyhan y Jason Reifler comprobaron algo curioso: el “efecto contraproducente” que puede generar la información, cómo más datos no siempre equivale a menos ignorancia.

Durante su experimento Nyhan y Reifler hicieron algo sencillo: entregaron a ciudadanos de ideología conservadora información sobre la ausencia de armas de destrucción masiva en Irak. ¿Qué ocurrió? Pues que al ser confrontados con datos los sujetos de la prueba no solo se mantuvieron firmes en sus trece, sino que se convencieron aún más de que tales armas se habían encontrado. Algo que debería haber desmontado una opinión sirvió —¡Sorpresa!— para lo contrario: reforzarla.

¿De verdad somos tan inamovibles? Quizás sí. O quizás no. Frente a la experiencia de Byhan y Reifler hay otras que apuntan en una dirección bastante distinta y sugieren que nuestro cerebro sería mucho más esponjoso y permeable a nuevas ideas. En 2019 otros investigadores, Thomas Wood y Ethan Porter, trabajaron con 10.100 personas y 52 problemas con los que quisieron comprobar si de verdad era tan poderoso el “efecto contraproducente” de los argumentos. Se llevaron un chasco.

La gente no parecía ser tan cerrada de mollera como indicaba el estudio de 2010 sobre las armas de Irak. “La evidencia de que los hechos son contraproducentes resulta mucho más tenue de lo que sugiere la investigación anterior. En general, los ciudadanos prestan atención a la información objetiva, incluso cuando dicha información desafía sus compromisos ideológicos”, zanja.

No resulta tan fácil negar la evidencia. “De forma abrumadora, cuando se presenta una información objetiva que corrige a los políticos, incluso cuando este es un aliado, el sujeto medio acepta la corrección y se distancia de la afirmación inexacta”, abundan Wood y Porter.

Y es así por una razón muy simple: por lo general, nos da pereza darle vueltas a la cabeza, “el esfuerzo cognitivo”, como lo definen los propios investigadores, y armar nuevos argumentos que nos reafirmen en nuestras creencias y nos permitan responder a la información que los hace tambalearse no resulta sencillo. Al final es mucho más fácil, simplemente, filtrar la información.

Ni tampoco tan cómodo. “En aproximadamente nueve de cada diez cuestiones, la información objetiva mejora significativamente la precisión del encuestado medio”, concluyen. Para el equipo los estudios anteriores que mostraban el efecto de “contragolpe” de la información pueden explicarse por una característica que habla más de su metodológica que de nosotros como personas. El análisis se hizo recurriendo a menudo a universitario, gente a priori más dada al “esfuerzo cognitivo”.

Claro que una cosa es estar dispuesto a escuchar y otra muy distinta retener la información. ¿Cuánto se conservan esas nuevas ideas que cuestionan las propias?… Eso ya es harina de otro costal.

¿Cuánto influyen los que influyen? Cuestión interesante es también en qué medida influye en nuestra opinión el discurso de los líderes. EEUU y las acusaciones de Donald Trump en 2021 sobre un supuesto fraude electoral dejan un buen ejemplo. ¿Qué impacto tiene el discurso del expresidente aun cuando hay informes de su partido en contra? Para responder a la pregunta viene bien recuperar la investigación de Ben Tappin sobre hasta qué punto un líder político puede socavar evidencias.

Su conclusión tras analizar 24 temas sobre política y casi medio centenar de tratamientos informativos es cuanto menos curiosa: “en ausencia de pistas del líder, la exposición al tratamiento informativo tuvo el efecto medio esperado (negativo) sobre las opiniones. Sorprendentemente, ante una señal compensatoria del líder del partido, el efecto medio de la información no varió”.

Cuando no llega con ser el líder. “No observamos ninguna prueba de que los argumentos contrarios, provocados por la señal del líder del partido, socavaran el efecto persuasivo de los argumentos y las pruebas en promedio. Este resultado se mantuvo en todas las cuestiones políticas, subgrupos demográficos y entornos de señales de uno y otro lado”, abunda Tappin.

A modo de conclusión señala que este tipo de voces, por sí solas, no resultan tan efectivas para persuadir sin ayuda adicional. “Esta puede ser la razón por la cual los medios partidistas brindan un flujo constante de puntos de discusión y contraargumentos”, zanja. Dicho de otro modo: para apuntalar el discurso de los líderes son clave el apoyo de las élites y medios partidistas.

Imagen de portada | Jon Tyson (Unsplash)