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Parecen cuatro piedras mal puestas, pero les debemos la prosperidad moderna: cómo las calzadas romas cambiaron el mundo

«Bueno, pero aparte del alcantarillado, la sanidad, la enseñanza, el vino, el orden público, la irrigación, las carreteras y los baños públicos, ¿qué han hecho los romanos por nosotros?». En esta escena mítica de ‘La vida de Brian‘, los Monty Pythons se las apañaron para resumir en escasos 90 segundos el peso del Imperio Romano en conformar el mundo que conocemos. Lo que han descubierto unos investigadores de la Universidad de Gotemburgo es que, muy posiblemente, se quedaron cortos.


2.000 años no son nada. Esa es la principal conclusión de este equipo de investigadores suecos es que, aunque como es evidente, el Imperio Romano hace mucho que pasó a la historia, sí; pero las decisiones que tomaron en su momento los ingenieros, generales y burócratas romanos han conformado la estructura demográfica y económica de buena parte del mundo contemporáneo (en algunos casos, muy lejos de sus fronteras originales).

La idea que he resumido en el párrafo anterior no es nueva. Se trataba de una intuición compartida por muchos expertos. El problema que se encontraron en Gottemburgo fue como comprobarla. Ni que decir tiene que, a nivel estrictamente científico, calcular el impacto sobre organizaciones sociales complejas de algo que ocurrió hace dos milenios es bastante complicado. Hasta que tuvieron una idea.

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Los cimientos del imperio. En su máximo apogeo, el Imperio Romano tenía 80.000 kilómetros de calzadas en uso. Se trata de uno de los esfuerzos sostenidos de construcción de infraestructuras más sorprendentes del mundo. No fue, por supuesto, algo gratuito, ni humanitario. Las calzadas no se construyeron por razones económicas. O no, principalmente. La función principal de las carreteras romanas era mover tropas; asegurar que la enorme máquina de guerra que controlaba todas las tierras bañadas por el Mediterráneo seguía funcionando.

Es absurdo negar que tras esas necesidades militares no había también lógicas económicas. Sin embargo, esa primacía logística fue fundamental porque hizo que los ingenieros latinos hicieran poco caso a los caminos y veredas tradicionales a la hora de dibujar el mapa de las calzadas. En cierta forma, con estas infraestructuras ocurrió algo similar a lo que ha pasado en España con las líneas de tren de alta velocidad: se optó por olvidar las líneas tradicionales y construirlas de cero porque las exigencias técnicas eran radicalmente distintas.

Las arterias del mundo antiguo. Lo maravilloso del asunto, como se dieron cuenta los investigadores, es que una vez construidas se convirtieron en estructuras poderosísimas para el comercio y el transporte. Es decir: era la medida perfecta para evaluar el impacto de las decisiones (en este caso, militares) del Imperio.

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¿Cómo lo ha hecho? De una forma tremendamente sencilla: los investigadores han superpuesto un mapa de las calzadas romanas sobre una serie de imágenes vía satélite que recogen la intensidad de la luz nocturna. La relación entre esa luz, la demografía y la economía está bien establecida desde hace décadas. La tesis era también sencilla. «Dado que mucho ha sucedido desde entonces, mucho debería haberse adaptado a las circunstancias modernas», explicaba Ola Olsson, una de las autoras del estudio.

El desarrollo posterior, habría hecho obsoletas las calzadas y el mapa de las ciudades, la actividad económica y las comunicaciones no se superpondría con ellas: las sociedades postimperiales podrían haber recuperado los caminos originales ahora que el efecto «atractor» de Roma había caído. Sobre todo en Europa occidental, donde el caos y la fragmentación daba la oportunidad a los distintos países a «reorientar las estructuras económicas».

Pero nada de eso. «Llama la atención — continúa Olsson — que nuestro principal resultado es que las calzadas romanas han contribuido a la concentración de las ciudades y de la actividad económica a lo largo de ellas». Esto es cierto cuando las calzadas han ido sustituyéndose por otras vías modernas o incluso cuando las calzadas ya no existen en absoluto.

En el fondo, es algo similar a cómo crecieron las ciudades del interior de Estados Unidos y cómo las decisiones que tomaron los constructores de las líneas de ferrocarril conformaron el país. Algo similar, pero 1850 años más atrás en el tiempo. Con el paso del tiempo, algunas vías quedaron fuera de juego por el desarrollo tecnológico (también ha pasado en ciudades como Buffalo, en el caso americano), pero el peso demográfico (y las inercias económicas e industriales) que permitieron articular las calzadas hicieron que ya nada volviera a ser como antes.

La gran excepción. El único lugar del Imperio donde esto no se da es en África y Medio Oriente. Allí, toda vez que se quedaron desconectados del comercio mediterráneo: «el transporte sobre ruedas se abandonó en los siglos IV-VI para ser reemplazado por caravanas de camellos», Una tecnología que permitía conectar los mercados fácilmente con Arabia y el África subsahariana. Según los autores, esto no fue gratis: el hecho de que la concentración de ciudades no se favoreciera acabó minando las bases del desarrollo moderno. Y las consecuencias las vemos aún hoy.

¿Para qué sirve esto? Porque, como os habréis imaginado, esto se trata de una reflexión de fondo sobre el impacto a largo plazo de las infraestructuras. Un recordatorio de que las decisiones que tomamos, aunque atiendan a una determinada configuración electoral, acaba sentando las bases que nos permiten (o no) dar el siguiente paso. Es decir: que no hay mejor forma de construir el futuro, que pensar en las cosas que estamos construyendo en el presente.

Imagen | Erik Törner