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A la otra mitad de Cataluña no se le puede pedir que compita en fanatismo con Puigdemont y sus compinches

CON frecuencia escucho y leo reproches a la mitad no independentista de Cataluña por no haber salido, también ella, a tomar la calle y hacer coreografías militantes, mosaicos, cadenas humanas y, en definitiva, constituir una mancha fosforescente visible desde una estación espacial.

Es verdad que alguna que otra prueba de vida más habría impedido a los oradores de la independencia apropiarse como lo han hecho de la totalidad catalana, de la ficción de un anhelo colectivo sin reticentes.

Pero aun así encuentro comprensible esa desidia militante de la otra mitad, la que se mantiene apegada a sus rutinas a pesar de que a su alrededor cunde una excitación provocada por la promesa de hacer historia y de participar en algo más grande que uno mismo: Waco con coartadas patrióticas.

No es fácil, además, y menos aún con la carencia de liderazgos solventes, que esa otra mitad compita con una maquinaria oficial de estímulos militantes que lo abarca todo, que todo lo penetra, y que pasa por la disposición de mucha gente a rendir la condición de ciudadano para asumir la de soldadesca.

Hasta los cantautores se han dejado alienar y se arrogan funciones de vigilancia como las del comisario de escalera en el castrismo.

A la otra mitad no se le puede pedir que compita en fanatismo con personas como Puigdemont, embriagadas de posteridad. Tampoco se le puede pedir que, en jornadas como la de la Diada, forme una masa de choque para disputar el territorio a las columnas, de corte peronista pero con globitos, del independentismo.

Eso sería tanto como admitir el fracaso del Estado y comunicar a esa otra mitad que se las tiene que apañar sola porque sólo conservará los derechos que defienda ella misma en la calle. No es verdad que la mitad no independentista de Cataluña no se manifieste jamás.

Lo hace cuando vota e impone la confección de un parlamento que sólo pasa por independentista si es profanado primero como en un golpe sin armas de fuego. Lo hace cuando se encomienda a sus representantes, por más fragmentados y débiles que éstos sean luego.

Durante mucho tiempo, el reproche mayor al independentismo ha sido que, mediante la acumulación de gente en la calle, inventaba legitimidades alternativas a las de la ley y las urnas.

Que manejaba la militancia organizada para sustituir la frustración de un parlamento insuficiente, al menos para la unilateralidad.

Pero he aquí la paradoja: ahora se le dice a esa otra mitad que sí se entregó a la ley y a la representación parlamentaria que lo que tenía que haber hecho es salir a la calle a reñirle al independentismo esa otra legitimidad que se supone que no vale.

Esa gente no debe salir a la calle porque se supone precisamente que tiene detrás una ley y un Estado cuyo cometido, entre otras muchas cosas, es sacar a sus ciudadanos los golpistas de encima sin que ellos tengan que salir a hacerlo personalmente.

Este contrato hobbesiano es el que quedó sometido a prueba desde el pucherazo parlamentario de Forcadell.

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