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28 de febrero, 2 de diciembre: Los andaluces, como el cartero, siempre llaman dos veces. Por Antonio Jiménez-Blanco Carrillo de Albornoz

Del resultado andaluz de hace unos días se ha dicho que constituyó una sorpresa y también que representó un vuelco, porque de pronto el PSOE, que después de 36 años parecía imbatible, demostró las flaquezas propias de lo humano: que no resulta inmune a los agentes de la erosión. Con toda probabilidad va a verse desalojado del Gobierno.

Si lo miramos con los clichés al uso en el lenguaje de los partidos, ha habido, sí, un cambio en la sustancia: Andalucía era de izquierdas y de pronto se ha vuelto de derechas. O incluso, si hacemos caso de alguno de los propagandistas, de la más extrema de las derechas. Del paraíso terrenal habríamos pasado al infierno, según esa peculiar perspectiva. Pero, en cualquier caso, y así guste o no a cada quien, un cambio muy de fondo.

También es posible pensar, sin embargo, que cabe ver en los resultados un elemento de continuismo, si no en las siglas, sí en los contenidos. En concreto, la trazabilidad de lo sucedido hace unos días nos exige remontarnos hasta el 28 de febrero de 1980, hace más de 38 años. El famoso referéndum de autonomía, que, como se recordará, mostró que la sociedad andaluza no estaba con la propuesta del Gobierno de turno (el de la UCD). Sin ánimo de caer en la fácil tentación de ser profeta a posteriori, puede decirse que, con ese precedente, lo sucedido hace un par de semanas no sólo no constituyó una sorpresa sino que en cierto sentido estaba cantado, por más que las empresas de demoscopia, y no sólo el CIS de Tezanos, el siempre solícito Tenazas, no lo supieran o quisieran detectar.

Es lo que se intenta explicar a continuación, aunque sea a grandes trazos y teniendo que prescindir, por razón de espacio, de muchos matices.

Constitución de 1978, Art. 2: existen nacionalidades y también regiones.

El texto, que es extenso, no vuelve a emplear esas palabras ni tampoco las define (ni, menos aún, contiene una lista de unas y otras), pero descodificar el mensaje resulta muy sencillo: entre ambas cosas hay una relación de verticalidad. “Ser” nacionalidad es más que “ser” región: en aquella época, en la que todo se fiaba al tamaño de las competencias, de las nacionalidades se podía predicar que iban a poseerlas en mayor grado y -punto crucial- antes. Los Arts. 143 y 151 servían para completar ese esquema dual: los territorios que en la Segunda República tuvieron Estatuto (con Cataluña en primer lugar) ocupaban en el grupo de cabeza. Los otros se consideraban inapetentes o inmaduros y tendrían que esperar, salvo que una mayoría muy cualificada de su censo mostrara una singular voluntad de autogobierno.

El hecho diferencial es el victimismo catalán

Es un esquema que responde a la típica visión catalana de las cosas: no sólo nosotros (básico emplear la primera persona del plural: nosaltres, entendido como “no a los otros”) debemos tener nuestro propio espacio de libertad (frente a “Madrid”: palabra que en sus discursos significa lo que para los cruzados era “el sarraceno”), sino que es fundamental que los otros territorios de España no lo tengan. Dos frases de políticos de la época: “Si Andalucía quiere ser nacionalidad, yo quiero ser región” (Roca). “Algunos quieren degradar a Cataluña hasta convertirla en una gran Murcia” (Pujol). Y es que los catalanes se ven a sí mismos como distintos, lo que significa (de nuevo desencriptar el mensaje no cuesta nada) superiores. Y además resulta que el stablishment de la capital, del que procedían la mayoría de los redactores, estaba convencido de lo mismo: de ahí el Art. 2 y también los Arts. 143 y 151, con sus jerarquías y sus escalafones.

Del victimismo catalán, que arranca de hace más de un siglo, puede afirmarse que consiste precisamente en eso: es una sensación de agravio al constatar que su superioridad, que ellos consideran evidente, no se encuentra reconocida. Y no sólo eso: se les esquilma a diario con un sistema fiscal diseñado para perjudicar a su economía. “Yo soy mejor que tú, pero tú me estás chuleando”, vendría a ser el relato, para decirlo en lenguaje castizo.

Hegel, dialéctica del amo y el esclavo: el amo, sin el reconocimiento del esclavo, no es tal. Y a veces sucede que el esclavo no está por la labor. Un engorro.

Andalucía constituye un territorio con características peculiares, para exponerlo con expresión lo más aséptica posible. Para empezar, es no sólo extensa y poblada (más de 8 millones) sino enormemente plural: oriente y occidente, el litoral y el interior, las ciudades y los pueblos. Por llevar las cosas al límite, Cádiz y Jerez no tienen nada que ver, como tampoco, aun en el litoral malagueño más occidental, Marbella y Estepona, ni, en fin, en la vega de Granada, equivalente a lo que en el Perú es el altiplano, Atarfe y Santafé: dos mundos. Y también sucede que su renta per cápita está por debajo de la media nacional. Ocurre, en tercer lugar, que sus habitantes -el andaluz promedio, porque el pluralismo no es incompatible con rasgos transversales- se sienten, como regla, más españoles que nadie, sin que ello suponga conflicto con considerarse partícipe de su provincia y de la propia Andalucía; gente de triple sello, si se quiere explicar así. La identidad española se ha construido sobre la base de alguien tan andaluz (tan sevillano, para explicarlo con más precisión) como Carmen. Y eso por no hablar de Federico García Lorca: Granadino, andaluz y español (y ciudadano del mundo), sin que ninguna de esas condiciones hiciera padecer a las otras.

Y, también y sobre todo, personas curtidas por el infortunio histórico y que se sienten preteridas. No sólo frente a Madrid, ni quizá principalmente, sino también cuando el cotejo se hace con los territorios que, por unas u otras razones, se industrializaron y modernizaron más y mejor, de suerte que muchos andaluces tuvieron que irse allí para buscarse la vida. “Hecho diferencial” y “privilegio” son palabras sinónimas, pero la primera suena bien y la segunda rematadamente mal. Pensando en Cataluña, un andaluz tenderá en razonar en base a lo segundo. Y siempre bajo la base de que el agraviado es él.

Bien sabemos que, como afirmó Heisenberg, es la observación la que construye el objeto observado: un mismo hecho (la diferencia de riqueza y previamente de mentalidades entre Cataluña y Andalucía) es contemplado de manera del todo diferente desde un sitio y desde el otro. Una cosa puede ser (ya desde antes de la era digital: fueron los físicos cuánticos los que nos lo enseñaron) verdad y mentira al mismo tiempo, al igual que el gato de Schrödinger está mitad vivo y mitad muerto. El razonamiento de Aristóteles (una proposición y su negación no pueden resultar ciertas a la vez) se antojará muy pulcro, pero ha quedado superado hace, al menos, aproximadamente un siglo. Y ahora con las redes sociales no digamos.

Dos fechas parecidas

El 28 de febrero de 1980 se acababan de aprobar los primeros Estatutos de Autonomía, los de las nacionalidades, para entendernos. Y se convocó en el sur un referéndum del que la pregunta real (palabras al margen, por rebuscadas que se antojasen) era si se reconocía que eso de la autonomía completa y rápida estaba reservada a los mejores -los de los “hechos diferenciales”-, de suerte que a Andalucía le tocaba esperar. Ese planteamiento, que no carecía de fundamento (más aún, que había sido, como hemos visto, el de la Constitución de 1978 y seguía siendo el dominante en los gobernantes del momento) se vio desautorizado con una auténtica bofetada, hasta el extremo de que a UCD le costó no sólo perder las siguientes elecciones (al cabo, un mero lance del juego), sino incluso desaparecer. Es lo que sucede cuando uno pierde pie en la calle y decide instalarse en la estratosfera. Almería, que en realidad no forma parte de Andalucía, votó de otra manera, pero, con una u otra destreza jurídica, todo se reconvino. El PSOE fue muy hábil en esa coyuntura y de esos réditos ha vivido casi cuatro décadas, que se dice pronto.

Ese resultado en la tierra de María Santísima tuvo el efecto de que cambió la Constitución. Si no su letra, sí su espíritu: el “café para todos” pasó a imponerse como una ley física y el mapa autonómico se extendió por doquier con carácter inmediato, con sus ventajas y sus inconvenientes. Incluso la región de Madrid pasó a constituirse como tal y, en cuanto fue posible, a llegar al máximo de competencias, con la educación como estrella.

El 2 de diciembre de 2018 las cosas eran, en cierto sentido, parecidas, sólo que aún más acentuadas. La sociedad catalana había agravado su catalanidad, valga la redundancia, en el sentido de que, tras muchos años de adoctrinameinto escolar y con unos medios de comunicación entregados a la causa con un ardor propio del Granma, los nacionalistas habían devenido independentistas -con un antiespañolismo explícito y plasmado en un grosero supremacismo- y además ya representaban aproximadamente la mitad: la famosa normalización, entendida como vigencia para todos de un molde único, y con la aplicación a los no adictos de una suerte de narcótico para que no se quejaran, so pena de ser acusados de “crispadores”.

Con dos referéndums organizados, uno el 9 de noviembre de 2014 y otro el 1 de octubre de 2017, sin que el Gobierno español de ambos momentos bajara de las nubes. Con una situación, dicho pintando con brocha gorda, cada vez más difícil para el resto de la sociedad catalana -la otra mitad, para entendernos-, muchos de ellos inmigrantes andaluces o hijos y nietos de quienes en su momento lo fueron. Que, se insiste, se veían asediados desde su más tierna infancia y sometidos a una suerte de apartheid no ya político, sino incluso social. Con grave afectación a algunos de los derechos individuales más básicos. Una política, en suma, con rasgos idénticos a la de los partidos más xenófobos de Holanda, Austria o Hungría, aunque, eso sí, sin que nadie o casi nadie ose abrir los ojos (y la boca) para calificarla de una extrema derecha o, menos aún, de la de sesgo más populista.

Un territorio, en suma, muy dividido hasta una suerte de guerra civil (en estado de larva, al menos en teoría eso sí: la insufrible milonga del nacionalismo “cívico y pacífico”) en el que las dos partes se consideraban víctimas. Los unos, por sentirse de mejor condición y ver que no se les reconocía como tales (“no nos entienden”). Y los otros -los españolistas, por así llamarles- porque en ellos se daban muchos de los rasgos de los pueblos oprimidos. Y sin que el teórico protector -los Gobiernos de España- viniese en su amparo. Antes al contrario.

Madrid abducido por Barcelona

Y es que, en ese conflicto, Madrid -el Gobierno de España- no venía siendo, vistas las cosas desde la óptica del primero de esos grupos, un enemigo precisamente. Diríase justo a la inversa: ofrecía señales de estar abducido desde Barcelona. Aznar suscribió en 1996, hace por tanto más de veintidós años, los famosos pactos del Majstic, cuyo contenido textual (30 por ciento de la recaudación del IRPF, despliegue de los Mossos, …) era poca cosa en comparación con lo meramente implícito (la impunidad para Jordi Pujol y sus hijos). De Zapatero -más madurista que Maduro- mejor no hablar, porque de otra manera el exabrupto estaría asegurado. El tercero de la lista fue Rajoy, teóricamente situado en otro lugar ideológico pero con una debilidad estructural sólo comparable a la de Carlos IV en 1808: recordemos que fue bajo su mandato cuando se le organizaron los dos referéndums y él no se enteró de nada. El cuarto es Sánchez, cuya vida y milagros (al menos, hasta las elecciones andaluzas) conocemos al dedillo: de la pasividad frente a la situación real vivida en Cataluña, pasividad apoyada en el disimulo o el cierre de ojos -que una mitad desprecia y machaca a la otra mitad- se ha pasado a algo aún más sangrante: poner un felpudo para que las fechorías se puedan cometer con más tranquilidad. Son, retórica al margen, cuatro variantes de un mismo tipo humano: Chamberlain. Y cada uno más Chamberlain que el anterior.

Y eso, se reitera por tercera vez, con grave detrimento de una parte de la sociedad catalana (la otra mitad, para entendernos) y con gran contento de la élite barcelonesa, que sabía nadar en todas las aguas con la cantinela de que se trataba de “tender puentes”. Incluso existe un foro, precisamente llamado “Puente Aéreo”, concebido como un cártel de beneficiarios, así suceda finalmente una cosa o la contraria. Las fotos de sus reuniones, que acreditan que estamos ante seres arcangélicos, cuando no auténticos querubines recién llegados del cielo, no pueden ser más locuaces: ya se conoce lo de la imagen y las mil palabras.

Y así llegamos al 2 de diciembre de 2018, con una situación nada sencilla: un primer conflicto abierto entre catalanes y un segundo conflicto entre ellos y el resto de los españoles, en el cual el Gobierno de Madrid, o los Gobiernos, en plural, desde 1996, se habían mostrado complacientes con los dirigentes de allí, por infame que hubiese sido su conducta en pro de la llamada “normalización”, palabra por cierto que tiene bemoles. Y eso aun cuando desde los independentistas se seguía personificando en “Madrid” al enemigo del género humano, al modo de un cruel carcelero. Una visión, sea dicho otra vez, poco feliz objetivamente, pero propagada allí y cada vez más extendida. Hasta el grado de que Madrid se la había terminado creyendo también. Por cierto, de nuevo la dialéctica del amo y el esclavo, sólo que al revés: el (teórico) amo, la capital, se avergüenza de serlo.

Las percepciones de las cosas equivalen a las cosas mismas

Ya se sabe que las percepciones de las cosas equivalen a las cosas mismas. O incluso acaban pesando más.

Todo conflicto va creciendo pero en un determinado momento llega ante un árbitro. Y bien sabemos -volvamos a Heisenberg- que según quién sea la persona llamada a resolverlo las cosas pueden terminar viéndose de una manera o de otra. Si ese papel hubiese correspondido al conjunto del pueblo español (catalanes incluidos), la respuesta habría podido ser una. Pero las circunstancias históricas (sobre todo, los avatares de la vida interna de los partidos y de un partido en concreto) hicieron que ese cometido se encargase el pueblo andaluz. Y la respuesta fue otra.

En teoría, se trataba ahora, por contraste con lo que pasó en 1980, de unos comicios parlamentarios. Pero no nos engañemos: una cosa es la pregunta que se formula a los electores y otra muy diferente la cuestión a la que de hecho estos responden o entienden que deben responder. Que era (debidamente actualizada, eso sí) idéntica a la de 28 de febrero de 1980. Los andaluces se maliciaban que tras tanta complacencia del PSOE del Gobierno de Madrid (los preparativos del Consejo de Ministros del día 21 en Barcelona alcanzan el estadio de la humillación hasta el grado de la vergüenza ajena) lo que se emboscaba era un pacto que, palabrería al margen, acabaría inexorablemente significando para Cataluña más dinero contante y sonante. Y, por supuesto, más libertad aún para que, tras casi cuarenta años de fer país, una parte de los que allí residen se siguiera imponiendo sobre la otra. Hasta que la terminara por doblegar del todo, porque a las personas, por recias que sean, no se les puede pedir heroicidad.

Bajo esa perspectiva, el resultado del pasado 2 de diciembre es todo menos novedoso: ha supuesto un 28 de febrero bis, con la diferencia, meramente aparencial, de que hace 38 años el PSOE ganó y ahora ha perdido.

No siempre tiene razón Heráclito. En ocasiones, el río es, muchos años después, el mismo. Como si una rueda subiera el agua y la devolviera a su sitio.

Y, para más escarnio, ha sido en Andalucía donde Vox ha obtenido representación parlamentaria. Como era de esperar, los que contemplan como lógicas o incluso progresistas las políticas (no sólo las palabras) de la extrema derecha catalana pasan ahora a rasgarse las vestiduras y lanzar las proclamas más apocalípticas. La famosa hemiplejia moral de la que hablaba Jean-François Revel. O también la tortícolis de quienes tienen un cuello que sólo sabe girar para uno de los dos lados, quedando así ciegos para ver lo que sucede en la otra parte. Como si constituyese una sorpresa lo que Isaac Newton formuló científicamente como la tercera de sus leyes: la de acción/reacción, en sentido inverso, pero -la clave de todo- siempre sin desviarse de dirección.

Sabe Dios cómo van a evolucionar las cosas en España y en singular en Cataluña en lo sucesivo, pero, por lo que estamos viendo en los días transcurridos después de sufragar los andaluces, el PSOE ha pasado a ser otro y Pedro Sánchez también ha alterado su rictus. Al menos, a ratos.

Conclusiones

Algunas reflexiones para concluir:

– La capacidad de los políticos (y de los medios de comunicación) para influir a la hora de situarse una persona ante una urna es limitada. El voto secreto tiene un fondo insobornable. Albricias.

– El cansino discurso sobre el clientelismo de los andaluces, que forma parte de los tópicos de la España constitucional, no lo explica todo o al menos no tiene el carácter absoluto con que se suele exponer.

– El enemigo de los catalanes (de la mitad de ellos: los que se sienten distintos e incomprendidos y están por la independencia) no es Madrid, que, bien al contrario, muestra signos de rendición desde hace décadas. Es Sevilla. Y también Almería (que, por muy reseca que se encuentre, a estos efectos es más andaluza que las marismas del Guadalquivir), Cádiz, Córdoba, Granada, Huelva, Jaén y Málaga. Las ocho. El 28 de febrero de 1980 y también el 2 de diciembre de 2018. El mensaje de fondo (que no se dirige sólo a Barcelona, sino también a Madrid) es idéntico -estamos ante lo que en el lenguaje matemático se conoce como un invariante, que sigue igual por muchas transformaciones que se le apliquen, como sucede con la distancia entre dos puntos de una recta, por poner un ejemplo elemental- y consiste en no reconocer la superioridad de los catalanes -su “hecho diferencial”-, aunque ayer la suerte le sonriera al PSOE y hoy se le muestre esquiva. Pero eso son sólo las sombras, como en el mito de la caverna.

Y, por supuesto, Asturias (la patria de Don Pelayo), Valladolid, Toledo y toda la retahíla.

Lo que significa que la división entre territorios españoles en lo que hace a las mentalidades es brutal. Muchos catalanes ven las cosas claras en un sentido y muchísimos andaluces, o de otros lugares, lo consideran igualmente evidente pero a la inversa. Con la consecuencia de que, si el partido de La Moncloa se arrima mucho al noroeste -el que ahora se ha calificado de tratamiento con Ibuprofeno-, no le resulta gratis: paga un precio que cada vez es más alto. En efecto, en el sur (y no sólo en el sur) el planteamiento dominante en Cataluña no se entiende (visión de unos) o, según los otros, se le entiende demasiado bien. Para el caso, acaba siendo lo mismo.

Dicho más en concreto: el discurso que ha devenido oficial, en el sentido de políticamente correcto, el del “problema político que requiere soluciones políticas”, el del “diálogo” o la “negociación” como método (frente al “inmovilismo” o, últimamente, la “crispación”), el de proyectar sobre el asunto el eje izquierda/derecha, de suerte que las carantoñas al tigre (que, se reitera, tienen como consecuencia inmediata despertarle aún más el apetito y contribuir a la indefensión de la que sigue siendo la mitad -la otra mitad, los malditos- de la sociedad catalana) son de izquierdas y quienes las critican son de derechas o incluso fascistas, …, ese discurso, en suma, no cala en la opinión pública, al menos en según qué sitios. Y, desde luego, no cala en la tierra de María Santísima.