Inicio Opinión ¿Cuántas palabras tienes?, por Milena Busquets

¿Cuántas palabras tienes?, por Milena Busquets

Nunca me he podido permitir el lujo de aislarme para escribir. Siempre lo he hecho en medio del caos y del desorden que supone cualquier vida: criar a dos hijos, llevar una casa, trabajar, relacionarse con el mundo exterior; y no tener dinero, resfriarse, olvidarse de llenar la nevera o de pagar las multas; y organizar fiestas, pasar días y semanas siendo locamente feliz y despreocupada, viajar.

Y sin embargo comprendo y comparto esa necesidad de aislamiento de la mayor parte de los escritores. Hay personas y profesiones, los políticos por ejemplo, que se nutren de la energía de los demás. No es el caso de los escritores, la única gasolina del escritor es él mismo, cuando esa energía se agota, no hay más, y ese tipo de combustible, ese ímpetu y esa fuerza (escribir un libro, incluso un libro malo, es un esfuerzo titánico de concentración, de constancia y de fe en uno mismo) solo se regenera en silencio y, a menudo, en soledad.

Yo tengo unas cuantas palabras al día, solo unas pocas, no son infinitas ni mucho menos, y no decido yo cuántas son, una vez dichas, ya está, no pueden ser escritas, no queda nada por escribir, estoy vacía y no hay más hasta el día siguiente. Me puedo vaciar charlando con mi vecino sobre su perro labrador o hablando con un profesor universitario sobre Proust o intentando dar de baja una línea de teléfono, el tema da igual.

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Entiendo bien las épocas de mutismo de la Matute en las que decidía no hablar más. Hoy parece que las palabras escritas y pronunciadas se las lleva el viento. Me sorprendió hace unas semanas escuchar en repetidas ocasiones la afirmación de que uno no puede ni debe ser juzgado por lo que dice en su intimidad. Si no podemos ser juzgados por lo qué decimos cuando estamos relajados bebiendo o comiendo, ¿cuándo debemos serlo? ¿Cuándo pronunciemos el discurso de aceptación del Nobel? ¿Durante la primera comunión de nuestra sobrinita?

Recuerdo la experiencia extraordinaria que era oír hablar (de lo que fuera, y bromear y maldecir) a Miguel Delibes. Cada palabra con un peso específico, certera, precisa y hermosa; redonda, pulida y sombreada. Los escritores conocen el precio exacto de las palabras y las atesoran porque es lo único que tienen y porque saben que no siempre hay más. Recuerdo también a José Agustín Goytisolo, que cada vez que acababa un libro de poemas, venía a la editorial y nos lo leía, desde el primer verso hasta el último.

A la mayoría de los escritores las palabras se nos acaban a diario y nos vamos a la cama cada noche sin saber si habrá más, como un enamorado cualquiera, ansioso por saber si al día siguiente su amada le seguirá queriendo.