Inicio Opinión Duelo de barberías, por Javier Pérez Andújar

Duelo de barberías, por Javier Pérez Andújar

La hemos llamado ‘la crisis’ para no explicar lo que ocurrió. La crisis, el fenómeno, aquello raro que nos hizo volver al punto de partida. Quienes venían de ser pobres se han vuelto más pobres que nunca. Quienes eran ricos de antes, hoy se hacen bocatas de langosta y lo que sobra se lo echan a los fondos buitre. En las calles de Barcelona, este regreso a la zona cero de nuestra historia se ha plasmado mediante una insólita profusión de barberías. Es el retorno al Siglo de Oro, donde el oro no lo veía nadie porque estaba en el fondo del mar. Ahora lo llamamos ‘vendo oro’, empeño y compraventa de relojes, brillantes… Hemos vuelto a ser un sitio de dentistas ambulantes, de barberos del ‘Quijote’, de cirujanos del Bosco que extraen en público la piedra de la locura. Pero pasado por Netflix. El barbero es el brujo expulsado de la casta. Se ha quedado con las herramientas (la navaja, los ungüentos; en los cuentos de hadas, de los dientes de un peine surgen los bosques), y sabe los viejos trucos del oficio (ensalmar, componer huesos dislocados, practicar sangrías); sin embargo, lo destierran a los caminos porque la magia se ha convertido en ciencia. Su mascota no es la lechuza del conocimiento sino la sanguijuela. O tal vez no haya sido enviado a vagar por el ‘drom’, el camino, si no que sencillamente no se le ha permitido evadirse de su inmortal itinerancia junto a los afiladores, los buhoneros, los que arreglan cazos y paraguas. No hay en Occidente civilización capaz de asumir a quien no tiene casa. En eso, en los desahucios, también estamos volviendo al sucio principio del que creíamos habernos liberado para siempre.

Dictaduras peores que la cultura

Aquellos barberos eran artesanos de la magia, la mano de obra de la salud, o cuando menos de su sucedáneo, el acicalamiento; pero de pronto se encuentran con que su arte ya no valeGutenberg ha inventado la imprenta, y sin estudios no se va ninguna parte. Las manos han dejado de configurar la mente. Ahora son sus siervas. La letra impresa, el libro, acaba de inaugurar una dictadura que todos vamos a llamar cultura. Pero también esto, la cultura, está tocando hoy su fin. Y van a sucederle dictaduras peores.

Lo que no es ‘hipster’,
onirismo de barba a 60 euracos el arreglo, es subterráneo, refugio de supervivientes llegados de Bangladés, Pakistán, Marruecos…

Lo que ocurrió entonces está explicado en los museos, en ese arte que aún no se autodestruía para el mercado porque era en aquel momento cuando cobraba su mayor sentido, cuando estábamos construyéndonos tal como hasta hoy hemos sido. Basta con mirar esos óleos. No es el mismo el sacamuelas que extrae la piedra de la locura en los cuadros del Bosco, del flamenco Van Hemessen (qué cara de sádico tiene el de este lienzo), que el cirujano que imparte lecciones de anatomía en Rembrandt y en toda aquella pintura holandesa. Solo cuando hay burguesía hay ciencia. Nada más meticuloso, más pulcro, que contar monedas.

La desaparición de la clase media en Barcelona se manifiesta hoy a gritos en sus barberías. Cada esquina tiene la suya. Se abren como agujeros del espacio tiempo, unas a modo de palacios austrohúngaros en una película de la Metro, y otras como la gruta de Góngora. Lo que no es ‘hipster’, onirismo de barba a 60 euracos el arreglo, es subterráneo, refugio de supervivientes llegados de Bangladés, de Pakistán, de Marruecos, de las islas del Caribe, a cinco eurillos el corte con descuento para niños. Los dos extremos económicos, las dos realidades de clase que pinzan nuestra sociedad, están ahí amodorradas por el rotar de la máquina de cortar pelo. El ruido de la industria repasándonos la cabeza, exhalándonos en el cogote su resuello.

Entretodos

También en eso soy un clásico. Siempre he ido a los barberos del ‘Quijote’. Cada vez quedan menos. La vida nunca es como ha sido toda la vida. De niño me llevaban al Leopoldo, en Sant Adrià, que era de un pueblo de Granada y nos pelaba al estilo ‘Marcelino, pan y vino’ (yo prefería la raya al lado, como el Santo). Luego fui al Blas, que te movía la cabeza como si fuese un tentetieso, y luego, siempre siguiendo a mi padre, fui a unos barberos de Sant Roc, en Badalona, que hablaban de fútbol todo el rato. Ya no recuerdo si había dos o tres cortando el pelo. Cuando me vine a Barcelona, durante mucho tiempo fui a un sevillano que se llamaba Francisco, pero se operó de la cadera y se jubiló, y me quedé sin mi barbero de Sevilla. Ahora voy a los hermanos Pedro y Javier, de la calle Independència. Su abuelo era barbero en La Mancha y guardan en una vitrina sus utensilios heredados. Ya trabaja con ellos de aprendiz la cuarta generación de esa familia. Creo que también voy a eso, a ver vivir un oficio.