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El abad, por Emma Riverola

Apenas 100 kilómetros separan Constantí de la abadía de Montserrat. El primero es un pequeño pueblo de Tarragona, la segunda es el símbolo de la Catalunya católica, cita de peregrinos y turistas. En apariencia, tienen muy poco en común. Pero eso es, precisamente, lo que les une: la apariencia.

Una apariencia de ropas negras, palabras sagradas y culpa silenciada. De miedo, dolor e infancias robadas. Si el ‘caso Maristas’ nos sobrecogió y nos indignó, ahora comprobamos lo que ya sabíamos, tan solo era una cuenta del siniestro rosario de la pederastia en la Iglesia. Todos los casos marcados por un mismo patrón: los agresores nunca fueron juzgados ni condenados, la institución encubrió el crimen y la sociedad no exige, de forma contundente, una reparación. ¿Cómo es posible, si no, que las escuelas que sistemáticamente ocultaron los abusos sigan recibiendo subvención pública? ¿Es aceptable que el actual abad de Montserrat, conocedor y silenciador, aún no haya dimitido de su cargo?

Entretodos

A veces, las víctimas fueron escuchadas y defendidas por sus familias. Otras, fueron convertidas en culpables y se les exigió silencio. La fe o el miedo eran más fuertes que el amor. Nada muy distinto a lo que ha ocurrido en tantos procesos de la historia. La servidumbre a la ideología: Rey, dios, bandera o partido. Abrazo cuando nos ayuda a definirnos y a identificarnos como grupo, opresión cuando pasa por encima del bienestar de las personas.