Inicio Opinión Ignacio Camacho: ‘La saga-fuga de Puchimón’

Ignacio Camacho: ‘La saga-fuga de Puchimón’

EN el delirio del procés, quizá ya postprocés como sugiere el filósofo Manuel Cruz, cualquier disparate resulta verosímil y cualquier desvarío es susceptible de ser tomado en serio.

La política catalana entró en el vértigo de la sinrazón a partir del momento en que la mitad de la sociedad asumió con natural desenvoltura el mito de su destino manifiesto. Perdido el sentido de la realidad era cuestión de tiempo que la ficticia solemnidad del designio independentista se deslizase hacia la mojiganga de un sainete de enredo.

Simplemente se ha extraviado la cordura colectiva si es que alguna vez llegó a estar presente en ese movimiento. Pero ni los más escépticos esperaban que el despropósito alcanzase tan rápido la estratosfera de lo grotesco.

La saga-fuga de Puigdemont, convertido en un zombie con pelambrera de click de Famobil, mal afeitado y sin maquillar en su triste comparecencia en el foro europeo, ha entrado de lleno en ese territorio extravagante y pintoresco.

El tipo que se sentía ungido por la historia para liberar a su pueblo ha terminado dejándolo tirado en cuanto el asunto de la independencia se ha puesto feo. Ya no le hace tanta gracia el martirio al que decía estar dispuesto; la perspectiva de la prisión le desazona la conciencia, le acelera el pulso y le nubla el entendimiento.

En su desesperada aflicción ha sido incapaz de entender que la huida deja a sus compañeros de aventura sin argumentos para convencer a los jueces de que no van a quitarse de en medio.

El aspirante a héroe de la secesión ha devenido en musiliano hombre sin atributos, en un espectro viviente aparecido la víspera del día de los muertos.

Puchimón se ha convertido en un friki, un personaje carnavalesco. Habita en el territorio de la indefinición, en un vago limbo de confusión de conceptos que exaspera a los suyos y divierte a los ajenos.

Primero declaró la independencia para dejarla de inmediato en suspenso; ahora se larga a una especie de exilio sin estatuto de asilo, una caricatura de destierro. Su argumentario para llamar la atención internacional resultó una infumable colección de tópicos patéticos.

Nunca tuvo carácter ni empaque para liderar nada -lo eligieron como hombre de paja precisamente por eso- pero la deplorable espantá bruselesa lo retrata como un dirigente de polichinela, un Roldán de pasillo de comedias, un juguete roto, un lacrimógeno muñeco.

Para protagonizar un relato victimista, tan grato al nacionalismo, se necesita siquiera un cierto vigor épico, incompatible con la imagen de un tío que deja tirada a su gente al primer contratiempo.

Puigdemont se ha triturado a sí mismo al salir huyendo; ya sólo puede aspirar a que lo traten con piadosa indulgencia los libros de texto. El Josué de la secesión -el Moisés de pacotilla lo quiso encarnar Artur Mas- no es más que un fugitivo en polvorosa que llega al final de la escapada sin aliento.