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Iñaki, Rodrigo y la codicia

DIFÍCIL pasearse por Fleet Street, en la ciudad de Londres, y no sentir algo que podríamos llamar «nostalgia de lo no vivido».

Por sus aceras caminó en el siglo XVII el capaz y vitalista Pepys, alto funcionario del almirantazgo, cuyo diario secreto y rijoso supone una ventana única a la intrahistoria de la época.

Cuando se desató el gran incendio de Londres, lo primero que hizo Pepys fue poner su vino a salvo. Todavía sigue abierto en Fleet Street el pub cavernoso donde en el siglo XVIII divagaban el Dr. Johnson y su peña de ilustres.

Un siglo después fue Dickens quien deambuló por allí, cuando ya era la gran calle de la prensa.

Pero los periódicos volaron a los polígonos grises. Las sombras borrosas de sus cabeceras, tatuadas en algunas fachadas, perviven hoy como arqueología doliente de lo que se llamó cuarto poder.

En Fleet y sus tabernas también escribió mucho y bien el enorme Gilbert K. Chesterton, grande en lo moral y lo corpóreo: 1.93 de talla y casi 140 kilos en temporada alta. Un luchador de sumo con bigotón y quevedos. Su camarero de cabecera nos legó una deliciosa descripción:

«Es un hombre muy inteligente. Se sienta y se ríe. Luego escribe alguna cosa, la lee, y se ríe de lo que ha escrito».

Borges, rácano en el elogio, dijo de Chesterton que «ningún escritor me ha deparado horas más felices».

El gigante era un enamorado de la paradoja y él mismo constituía una. En un país que deploraba a «los papistas», se convirtió al catolicismo. En contra de las acusaciones de rigorismo que soporta el credo de Roma, declaró que le había supuesto «una liberación».

Tachado de conservador, en realidad detestaba las convenciones y lo adornaba un sentido de la justicia casi congénito, muy inglés. Asombraba con extravagancias de niño grandullón. La risa y la alegría lo desbordaban. Más de una vez, algún policía lo llamó al orden, perplejo al verlo practicando una de sus aficiones: ejercitar la puntería lanzando cuchillos a los árboles de los campos de Londres.

Era tolerante con los pecados ajenos, porque reconocía los propios: «Soy un hombre y por lo tanto tengo en mí todos los demonios».

Pero al bienhumorado Chesterton, que se murió en 1936 con 62 años, había algo que lo superaba: la adulación al rico. No soportaba el culto servil a los plutócratas, que puso verde en artículos como «La adoración de la riqueza». Desconfiaba del becerro de oro y sus cornadas.

Hace solo diez años, Iñaki y Rodrigo tenían sus vidas económicamente resueltas, un prestigio que parecía de acero inoxidable, la admiración del público (preferimos olvidar que las ciudades españolas se rifaban a los Duques de Palma, una pareja que caía bien).

Hoy el Rato y el Urdanga ya huelen a cárcel. Asombra ver que los envenenó el dinero. Quiero más.

La codicia en su expresión más primitiva. En los albergues del Estado dispondrán de horas lánguidas para leer a Chesterton, podrán meditar sobre la paradoja de cómo quemaron sus vidas de ensueño en fogatas prendidas con billetes. «Hay dos modos de tener lo suficiente.

Uno es continuar acumulando más. El otro es desear menos», garabateó G.K.CH. sobre un velador de mármol salpicado de cerveza.