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La dehesa de los Guinness

España es un país que, por peculiaridades del destino y de la raza, presenta una atávica tendencia a ser un país de récords, lo que hoy se podría llamar un país «Guinness».

Como es lógico, algunos de estos récords son positivos, como por ejemplo ser el país con más copas de Europa, el país donde se realizan más trasplantes, el país que tuvo el imperio más grande jamás conocido, el único país que derrotó al bolchevismo…

Otros, lamentablemente, pertenecen de lleno al ámbito de lo negativo, y alimentan nuestra «leyenda negra». Por ejemplo, somos uno de los cuatro países del mundo cuyo himno no tiene letra, con el agravante de que, además, es el único del universo silbado impune y alevosamente en las concentraciones públicas. También somos el país donde se han realizado más «Grandes Hermanos», nada menos que 17, mientras que en los países civilizados de nuestro entorno no llegan a 10.

Luego hay récords ambiguos, que pueden adquirir una connotación positiva o negativa según se interpreten algunos términos. Por ejemplo, somos el primer país del mundo en alcornoques. En esta misma línea, también ostentamos el récord Guinness en la crianza de cerdos de bellota.

En cuanto a que tenemos la más alta concentración mundial de alcornoques, este récord también se podría expresar de otra manera: somos el primer país mundial en tontos y mentecatos por metro cuadrado. Hay quien dice que «en España hay más tontos que botellines», o que «en España no cabe un tonto más». Si consideramos el término «alcornoque» como una metáfora de la estupidez, pues ahí lo tenemos.

Hablando de alcornoques, también somos el primer país del mundo donde el secretario general de un partido político, después de cosechar dos derrotas ominosas y consecutivas -récord Guinness, compartido con Rajoy-, lejos de tirar la toalla y dimitir voluntariamente, se presenta a las primarias y sale elegido mayoritariamente por la militancia, aun a sabiendas de que esta elección puede llevar al Partido Socialista a su desaparición.

En realidad, Pedro Sánchez es un puro espectáculo Guinness, pues probablemente estemos ante el político más inepto que ha dado España, un arribista que, con tal de colmar su ambición de apoltronarse en la Moncloa para satisfacer su ego infantiloide y las ansias incontenibles de primera dama de su mujer, es capaz de llevarse a un país por delante pactando con comunistas y separatistas. Guinness total.

Y no me digan que no es un récord epatante que, junto a estas alcornocadas, también nos haya caído a nosotros el impresionante Guinness del Pablete Turrión, un antisistema coletudo que, en vez de montar sus «performances» en patios okupas, los organiza nada más y nada menos que en el Congreso de los diputados. Récord absoluto de un país europeo que aspira a convertirse en república bananera. Porque no me digan que no es de récord Guinness que un diputado organice un escrache al Congreso al que él mismo pertenece, actividad que fue aprobada por la autoridad ¿competente? ¿Motivo?: que su partido consideraba un golpe de Estado que gobernara el partido que fue mayoritariamente votado (sic). Y ahora se ha empeñado en mostrar el típico golpismo de la extrema izquierda a las claras, presentando la moción de censura más esperpéntica que se recuerda en una democracia. Moción Guinness.

Y es que en España los tenemos a pares, oiga. Otro récord para la historia, una historia en la que antaño aportamos al mundo una pléyade de héroes, aventureros, y valientes, digna de figurar con letras de oro en el Olimpo Guinness. Hogaño, sin embargo, las lanzas se tornaron cañas, y los gallardos tercios invencibles que fueron la admiración del mundo se han transmutado hoy en aprisco aborregado, que cualquier populista de tres al cuarto se puede llevar al huerto o a la urna con solo chasquear los dedos. Con este panorama, la estupidez amenaza seriamente en convertirse en nuestra lacra nacional, desbancando a la envidia.

Porque donde hay alcornoques, también suelen pastar borregos. Los que silban el himno español en los estadios pertenecen a ese rebaño de corderos a los que la propaganda mediática secesionista les ha lavado de cerebro, haciéndolos caer en la estulticia de ser la voz de su amo. Sí, pueden ser tontos, pero también son cobardes, porque insultan a nuestro himno escondidos entre la multitud, amparándose en su cobarde anonimato, presumiendo de modernos separatistas, mientras que jamás se hubieran atrevido a silbar si hubiera un Franco en el palco; cobardes son también las autoridades deportivas, que miran para otro lado, pues lo único que les interesa es disfrutar de sus poltronas; cobardes las autoridades políticas, que, lejos de expulsar al Barcelona y a los equipos vascos de una competición de la que hacen mofa y befa, agachan cobardemente la cabeza; y los jueces, que consideran este agravio como libertad de expresión de nuestra putrefacta democracia.

Y así, la cobardía y la estupidez van de la mano. Para más INRI, en este siniestro contubernio también ocupa un lugar de honor el pasotismo y la indiferencia de la sociedad española de hoy, que ve desde la barrera y desde las terrazas cerveceras cómo una banda roja de matones y golpistas amenazan la supervivencia de nuestra patria. A veces me da por pensar que nos hemos convertido en un país cobarde, pero eso no va en nuestro ADN: lo que sucede es que, después de muchos años de lavado de cerebro, en plena tormenta mediática para aupar al poder a las mesnadas rojiprogres que pretenden destrozar España con miras al Nuevo Orden Mundial, ostentando un verdadero récord Guinness de «ninis», aborregados además por un consumismo debilitador, España -como ya decía Francisco Silvela en su famoso discurso tras el desastre de 1878- se ha quedado sin pulso.

Ahora que estamos ante la siniestra amenaza de un Frente Popular como en el 36, que se producirá cuando Sánchez y las mesnadas separatistas y comunistas den un golpe de Estado bajo la forma de una moción de censura para acabar con la derecha -obsesión patológica de la España roja-, violentando todos los principios democráticos; cuando comprendamos que ya nadie vendrá a salvar a España de la destrucción a la que nos conducirá el matonismo golpista de las izquierdas, ¿qué haremos?: ¿seguir escondiendo la cabeza bajo la arena, refugiados en nuestros apriscos y chiringuitos como mansos corderillos, passando de todo? ¿O bajaremos gallardamente al barro, nos echaremos valerosamente al monte, aceptando el desafío total, pintando en nuestros rostros las pinturas de guerra con la enseña patria?

Ya lo dijo Churchill: «Cada pueblo tiene el gobierno que se merece». Así que, ¿qué podríamos esperar del país de los alcornoques y los corderos?

No sé si somos un país con mala suerte, debido a que las fuerzas de las tinieblas nos han elegido para sus experimentos destructores, pero el caso es que, si todos los récords tienen algo de maravilla, España ha sufrido un proceso de degradación y corrosión único en la historia, pues de ser el «País de las maravillas», nos hemos convertido en el «Patio maravillas»

Y aún hay más, porque la imagen actual de España es idílica y arcádica: un rebaño de borregos pastando entre alcornoques. O sea: el «cortijo de George Soros»… y la «dehesa de los Guinness».

Por Laureano Benítez Grande-Caballero