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No queremos ser Italia

Antonio Roig
Antonio Roig

Las pintorescas negociaciones a las que asistimos tras las últimas elecciones –con hastío y no poca incredulidad– para la constitución del gobierno de España, el vodevil que fue el proceso de formación del actual gobierno de la Generalidad de Cataluña, así como sus consecuencias: la imposibilidad de gobernar sin tejer y destejer continuamente pactos y alianzas, nos ponen frente a uno de los problemas que se plantean en el perfeccionamiento de los sistemas de representación.

Hasta ahora, la ¿injustamente? denostada regla d’Hondt (a fin de cuentas una forma de organizar la proporcionalidad), junto con la inercia de los votantes, habían servido para garantizar una concentración del voto apenas suficiente en torno a los dos partidos mayoritarios, con lo que los procedimientos para formar gobierno, con mayor o menor disgusto de unos o de otros, funcionaban con cierta fluidez (con demasiada frecuencia, con el indispensable concurso de los partidos que actuaban de facto como bisagra: los nacionalistas vascos y catalanes, concurso que les proporcionaba un plus de poder muy por encima de su peso real en la ciudadanía española –como estamos presenciando ahora mismo en la discusión de los presupuestos–). Sin embargo, esta ‘normalidad’ tradicional se ha roto (se diría que definitivamente) al fraccionarse y diversificarse el voto e irrumpir con fuerza en la escena los partidos reformistas o aquellos que supieron ganarse el voto de los “indignados”. ¿Estamos condenados a reproducir la situación italiana, que en 70 años ha tenido 63 gobiernos distintos? (Con su conocida socarronería mediterránea, aseguran haber tenido incluso “gobiernillos”, solo para superar una situación coyuntural, o gobiernos “balneario”, estrictamente para pasar el verano).

En otras democracias de nuestro entorno, como es el caso de Francia (también Portugal, Austria y otros numerosos países en todo el mundo), se recurre a la segunda vuelta electoral para concentrar el voto e impedir que la fragmentación haga muy difícil, si no imposible, la constitución de un ejecutivo con la estabilidad suficiente para garantizar una legislatura que permita llevar a cabo la acción de gobierno –con acierto o sin él– hasta su compleción. En el caso francés, la segunda vuelta se lleva a cabo cuando en la primera ningún partido ha alcanzado la mayoría absoluta (la mitad más uno de los votantes). En tal circunstancia, las dos candidaturas más votadas pasan a concurrir en una segunda jornada electoral y el resto de los partidos concurrentes en la primera vuelta deben retirarse, aunque pueden recomendar el voto para una u otra de las dos seleccionadas. (La segunda vuelta, aviso, está lejos de ser el remedio de todos los males). El resultado es parecido al que produce la regla d’Hondt, formación de mayorías, pero parece algo más democrático al dejar en manos de los electores la decisión final (?).

En un sistema de única vuelta, como el nuestro, las negociaciones entre los partidos para la formación de gobierno son, salvo filtraciones o explicaciones interesadas, bastante opacas para el ciudadano. Su resultado, un pacto o coalición entre distintas fuerzas que suponga la formación de una mayoría, es irreprochable desde el punto de vista democrático, pero no representa necesariamente la voluntad de los votantes por dos razones obvias. Primero, porque cada partido congrega a sus votantes con un programa en el que prevé gobernar en solitario y no en coalición. Y, segundo, porque en la formación de la coalición se sacrifican unos aspectos del programa electoral o se priorizan otros de acuerdo con criterios que pueden no coincidir con los de los votantes. A esto se añade que, siendo la negociación –por lo menos opcionalmente– secreta, el público puede no saber qué es lo que se ha sacrificado y a cambio de qué se ha hecho el sacrificio.

Es decir, con el sistema que seguimos se complica la representación y se aleja un grado el poder de aquel que lo detenta, el ciudadano. Tú votas al partido A, que se alía con otros partidos y confecciona un nuevo programa parcialmente distinto (en un grado imposible de determinar a priori) del que has votado. Puede que tu candidato finalmente gobierne, pero no en las condiciones que “pactó” contigo, si consideramos que –a fin de cuentas– el programa electoral y el voto son una especie de contrato tácito entre el ciudadano y su representante (también éste es un campo en el que hay mucho que reformar o innovar).

¿Y si optáramos por un sistema de representación proporcional (sin regla d’Hondt) con una segunda vuelta modificada? ¿Por qué no hacer que se presenten a la segunda vuelta los partidos en solitario que tengan posibilidades y los pactos o coaliciones que puedan surgir a la luz de los resultados de la primera vuelta? Terminada ésta sin que ningún participante hubiera conseguido una mayoría suficiente, se iniciaría una ronda de negociaciones para la constitución de agrupaciones de cara a presentarse en coalición, pacto o cualquier otra forma de acuerdo de cara a la segunda vuelta. No, como ahora ocurre, con vistas a salvar únicamente la sesión de investidura, sino con arreglo a un plan de gobierno estable para la legislatura completa. Deberían cumplirse algunas condiciones:

  • A la luz de los resultados de la primera vuelta, la agrupación, pacto o coalición debería tener posibilidades de alcanzar una mayoría suficiente
  • Cada nueva agrupación debería presentarse con un programa explícito en el que se estableciera lo acordado
  • Cada uno de los partidos integrantes debería especificar qué aporta a la coalición, qué obtiene de ella, a qué ha debido renunciar y por qué lo ha hecho
  • En pro de la mayor transparencia, las reuniones de los negociadores deberían ser abiertas o, por lo menos, transcritas íntegramente y sometidas al público escrutinio.

Informados los votantes de qué es lo que van a elegir, se devuelve el sistema de representación a su grado uno: los ciudadanos eligen directamente el partido o la coalición que prefieren. Imaginemos que, en las pasadas elecciones, PP y Ciudadanos (o cualquier otra combinación posible) acuerdan acudir conjuntamente a la segunda vuelta y establecen un pacto de gobierno con el que concurren a los comicios. La coalición electoral puede verse favorecida por un número mayor de electores que vean en el nuevo programa mejor reflejadas sus aspiraciones. Alguno puede, ciertamente, sentirse traicionado por el partido al que votó en primera vuelta, pero no ve arrastrado su voto a una coalición que no desea, porque es libre de no darle su apoyo en la segunda. Facilitaríamos la gobernación y ganaríamos en democracia, el poder nos sería algo más cercano.

Esta propuesta puede parecer descabellada y no son pocas las cuestiones que suscita. Para bien o para mal, no hay pócimas mágicas para resolver los problemas que genera la vida en común y la confluencia de intereses diversos y contrapuestos. Sirva pues como estímulo para buscar soluciones y para llamar la atención de políticos y ciudadanos sobre el hecho de que la reforma pendiente más importante sería aquella que nos impidiera seguir contemplando, atónitos pero pasivos, cómo la gran sacrificada de nuestra vida pública es la ética. No sólo en lo referente a la honestidad en el manejo del dinero público –algo que ya está recogido en la Ley y en lo que parece haber general consenso– sino en lo tocante a la verdad, la coherencia, la transparencia o la sinceridad.

Por Antonio Roig Ribé