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Populismo simétrico

LO que Donald Trump vaya a representar en la Historia no dependerá de su mediocre toma de posesión. El Inauguration Day sólo es una apacible liturgia institucional en la que Estados Unidos celebra su tradición democrática con una suave fanfarria de patriotismo.

El verdadero punto de inflexión de este crucial proceso político, hacia donde quiera que se dirija, fue el primer martes después del primer lunes de noviembre, cuando el candidato outsider se coló por las grietas de un sistema tan ensimismado en su autocomplacencia que no encontró el modo de cerrarle el paso.

A partir de ese momento todo está por demostrar y por decidir; la realidad se ha vuelto jabonosa, líquida, imprevisible. Y ese factor de incertidumbre constituye el elemento más esperanzador de un futuro que será sombrío si el nuevo presidente se empeña en confirmar que es, en efecto, lo que parece.

Porque entre la campaña electoral y el juramento de este 20 de enero de 2017 sólo media el orgullo del triunfo. Nada ha cambiado; el discurso de un populista sólo puede destilar populismo, y Trump no se molestó en esbozar una idea nueva ni en limarse una sola arista a sí mismo.

Exhibió un nacionalismo casi xenófobo, un furioso proteccionismo antiliberal y antiglobalizador, un resentimiento desdeñoso contra la política clásica y el adanismo mesiánico de quien se considera el fundador de una nueva era.

Pero sobre todo se presentó sin tapujos como el instrumento providencialista de una suerte de ajuste de cuentas, de una revancha social: el pueblo contra la casta, la América profunda contra los parásitos de Washington, el poder de la gente contra el de las élites corruptas.

Desde las antípodas ideológicas, la voz de Trump repitió uno por uno, con asombrosa simetría, los tópicos de la retórica populista que ha inspirado a la nueva izquierda latinoamericana y mediterránea. La creación de un sujeto político mediante la invención de un interlocutor ficticio y de un enemigo simbólico.

No tenía por qué ser de otro modo. Si algo no ha ocultado jamás Trump es su esencia de arbitrista demagógico, su vocación de agitador de clases medias irritadas y su retórica de televendedor de soluciones.

Con eso le ha dado para ganar la Presidencia sin encontrar ningún oponente que lo tomase en serio. Desde el principio ha desmentido todas las suposiciones del pensamiento ilusorio, una tras otra: que no obtendría la nominación, que le faltaría apoyo financiero para la campaña, que jamás vencería la elección, que su partido le daría la espalda. El último de esos mantras de

wishful thinking consiste en que no podrá llevar a efecto sus propuestas y que la responsabilidad del poder lo va a embridar mediante su tejido de contrapesos y controles de competencias. Puede que sí y puede que no, pero va a depender de él. Y ayer dejó bien claro, desde la cúpula del mundo, que no piensa pedir perdón por haber ganado.