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Suave es mi noche

Nunca fui noctámbulo. No hay glamur, ni gestas, ni francachelas en mis noches. Snif. Asociada a peligros de todo tipo (en casa, para referirse a uno que iba desencaminado, se decía, incluso: “Aquest cerca la nit pels armaris”), con la noche no puedo tampoco mixtificar mi currículo. Con saber que el episodio más canalla pasa por un cuadro propio de vodevil (ya saben: comedia ligera y grosera, de infidelidades y calzoncillos y pit i cuixa) a lo Josep Santpere en el teatro Apolo de 1915, está todo dicho.

Veamos. Escena primera. Otoño de 1987, a lo sumo: somos cuatro o cinco que estamos haciendo la mili y nuestro cabecilla guasón se empeña en convencer a la bella meretriz del final de La Rambla de que soy una especie de Oliver Twist italiano (juega a favor que va vociferando mi apellido alargando la ele, a mayor bochorno) y que, ni que solo fuera por caridad cristiana, tendría que hacer su trabajo gratis conmigo. Absurdo. No recuerdo bien si durante la para mi eterna y surrealista negociación llegó a hablar algo de un forfait para toda la noche con todos si accedía y si yo farfullé, patético, algo en la lengua de Dante. Tengo más bien la infausta nebulosa de que mostraba la misma cara de palo que Buster Keaton debía poner por contrato incluso fuera de las películas y que es la que luce en el Jardín de Verano del Hotel Ritz de Barcelona, en foto de 1930… No sé si contar el final: es en el mismo lugar horas después, al amanecer, esperando a la chica, que nos había citado para cuando acabara su jornada. En vano, claro. Mejor, porque yo hubiera salido corriendo. En cualquier caso, cazadores de la noche burlados.

Fue, pues, una noche circular, como las vueltas que daban los peripuestos asistentes al Liceo por el Salón de los Espejos en los entreactos, ritual de pavo real. Se mezclan en la trastienda de la memoria un punto de sordidez con una libertad infinita, un desnudo integral en un local del Paral·lel, o quizá en el cabaret flamenco de Villa Rosa, en el Arc del Teatre, delante del siempre discreto prostíbulo de Madame Petit, pálidas bellezas todas ante la chica del pelo a lo garçon y pulseras en sus largos brazos o la prometedora espalda de su compañera de mesa en el Hollywood, también en el Paral·lel, dispuestas a hacerme consumir en la mesa y a continuar la amistad al dejar el local… La noche me confunde.

Vivo la nocturnidad, como otros capítulos de mi vida, por delegación, por lo que me ceden los libros. Y así ha ocurrido con Santpere, Keaton, el Liceo, Madame Petit, las jóvenes del Hollywood… Son imágenes del álbum Barcelona nocturna (Efadós / Ajuntament de Barcelona), fotografías de una época desaparecida, que se me han cruzado con lo vivido. No es un libro: es una tela de araña visual, droga de una nostalgia imposible inyectada por el periodista y cronista de la ciudad Lluís Permanyer. Crece así el estante de indispensables de mis guías crápulas: Nits de Barcelona, de Josep Maria Planes; La ciudad de los cafés, de Paco Villar, y Barcelona nit, del fotógrafo Kim Manresa. Hay otras noches, claro, pero están en estas.

Por el ojo certero y la pluma exacta de Permanyer revisito La Criolla de 1925, lo más canalla del Barrio Chino, con sus choricillos, navajeros y travestis en primer plano, en el que no recordaba haber entrado ya al leer Vida privada de Josep Maria de Sagarra. Quizá fue allí donde me enteré de que Joan Antoni Güell, el conde de Güell, había limpiado la deuda que el futuro dictador Primo de Rivera había contraído con la ruleta, una muy parecida a la que se veía, en 1911, en el flamante Casino de la Rabassada, allí donde nunca hubo una habitación reservada para los que se querían suicidar tras haberlo perdido todo. A quien sí creo que vi perderlo todo fue a Josep Gironès aquel 1 de diciembre de 1934 en el Olympia, la sala de circo más moderna de Europa, con capacidad para 6.000 personas, llena para su combate con el campeón estadounidense Freddie Miller; está sentado en su rincón, con sus asistentes, sonrientes: el Crack de Gràcia lo tenía grogui en el cuarto asalto, pero en el siguiente se le escapó un golpe bajo y le descalificaron.

Quizá fue mi tía la que me dijo que había llegado a contar hasta cinco Rolls-Royce aparcados frente a la fastuosa Casa Llibre, donde el hoy hotel Avenida Palace. No sé reconocerla entre las parejas de etiqueta y de punta en blanco del baile de los marqueses de Alella, celebrado en 1905 en la Maison Dorée: un escándalo, me contó ella o Permanyer, porque era la primera vez que en Barcelona las mujeres salían a bailar de noche en un local público, problema de conciencia que solventaron bajo el argumento de que el espacio, al ser arrendado por los marqueses, equivalía a un anexo de su casa…

Tampoco recuerdo si practiqué en el tapiz verde de algunas de las más de 20 mesas de los billares Novedades o Alhambra del Eixample. O si pisé la terraza del Café Español, la más grande del Paral·lel y de Europa. O si fue un local de Nou de la Rambla o el bar Zurich, o ambos, los que descubrieron el 18 de julio de 1936 que no tenían persianas que bajar: nunca hasta entonces habían cerrado, serviciales con los noctámbulos. Si sé que una vista en blanco y negro de la Barcelona y el puerto nocturno desde el balcón de Miramar me retrotrae a la escena segunda del vodevil de mi vida de tomàquet (en casa llamaban así a los que salían de noche). Otoño de 1982: estoy aparcado en la ladera de Montjuïc, casi en cola, como otros, enfrascado en arrumacos varios; vidrios empañados; cercana la promesa de algo más, alguien frota los cristales desde afuera y hace hueco con la mano para mirar. ¿Está gimiendo? Desde el asiento de atrás, salto a lo cascadeur al volante y arranco derrapando como puedo…

De todas las imágenes de Barcelona nocturna, me quedo con las de los quioscos que poblaban La Rambla. Dicho que es la calle más bonita del mundo, André Maurois o Georges Arnaud afirman que lo mejor son esos puestos, con prensa internacional por doquier y pornografía, sí, pero también con libros de poesía, ciencia, ensayo, literatura… Hoy hay imanes de nevera, turrones y supuestos helados italianos. Mi noche es suave, de papel.