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Editorial: La democracia, en peligro

El avance electoral de la ultraderecha en Brasil, que el próximo día 28 podría traducirse en la elección de Jair Bolsonaro como presidente de la República, ha venido a confirmar la extensión y la profundidad de los riesgos que se ciernen sobre la democracia parlamentaria en todo el mundo. Las amenazas no proceden de un extremo ideológico o de otro, sino que ambos parecen de acuerdo en deslegitimar el sistema político en su camino hacia el poder, al tiempo que se sirven de los derechos y libertades que el propio sistema les reconoce. América Latina no es la única región donde el fenómeno está alcanzando estaciones de difícil retorno, en países como Venezuela, Bolivia o Nicaragua; también en Europa las opciones extremistas de todo signo están pasando de condicionar la agenda política desde los márgenes del sistema, según había venido sucediendo hasta ahora, a instalarse sólidamente en su interior, gracias a un apoyo electoral cada vez más amplio. Entretanto, Donald Trump aspira a ganarse la lealtad de las fuerzas que cuestionan los regímenes de libertades, Vladímir Putin maniobra cada vez más abiertamente a través de ellas para destruirlos y China persevera en un modelo propio.

Las cautelas con las que se ha abordado durante los últimos años un fenómeno político cuya auténtica naturaleza no es ningún secreto obedecían a la responsabilidad exigida para comparecer en el debate público, puesto que es demasiado estrecha la frontera entre dar la voz de alarma y caer en el alarmismo. Pero los recientes avances de líderes políticos que conciben la democracia como una escala táctica en la realización de sus programas obligan a dar el paso. El horizonte que se está perfilando no es el de una proliferación de dictaduras aisladas, sino el de un retorno del autoritarismo: la democracia está en peligro. A nadie debería engañar el hecho de que las alternativas que se proponen destruirla aseguren que su objetivo es defenderla. Pero, antes que a nadie, no debería confundir a los grandes partidos que han garantizado su funcionamiento desde el fin de la Segunda Guerra Mundial. Cuando estos ceden a la tentación electoralista de decir que la democracia no sobrevivirá sin dar respuesta a los asuntos que inflaman el discurso de los extremistas, olvidan que el diagnóstico es exactamente el inverso. No es que la democracia no tenga respuesta para los problemas que obsesionan al oscurantismo, como la nación, la identidad y la seguridad, sino que los extremistas no la tienen para la libertad, la igualdad y la fraternidad. Sin dar respuesta a estos anhelos no solo no sobrevive la democracia, sino tampoco la dignidad del ser humano.

Los extremistas de todo signo aspiran a prosperar en el terreno de las pequeñas políticas ridiculizando a la democracia como prisionera de las grandes palabras. Llegados a este punto, conviene recordarles, sin embargo, que han sido esas grandes palabras las que derrotaron a sus precursores cada vez que precipitaron el mundo en la catástrofe, las que permitieron reconstruir las sociedades que condujeron a la ruina y las que, finalmente, han garantizado durante décadas un destino más benévolo para todos. Que nadie dude de que las grandes políticas para las grandes palabras existen, y que nada tienen que ver con las buenas intenciones. Aplicarlas exige de todas las fuerzas que defienden la democracia no dejarse seducir por las llamadas a un realismo que en el fondo es solo complicidad con sus enemigos. El extremismo quiere hacer creer que democracia es elegir entre el miedo que agita con una mano o las cadenas que aspira a imponer con la otra. Democracia es, por el contrario, rechazar simultáneamente el miedo y las cadenas.
El País, España

Fuente: https://elpais.com/elpais/2018/10/14/opinion/1539530782_976260.html