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Lech Walesa contra la maldición de Bolívar

1. Venezuela atraviesa por uno de los momentos más dramáticos y definitorios de su turbulenta existencia. Después de dos siglos de haberse aventurado por la senda del independentismo republicano, sin que existieran las más mínimas condiciones para ese trascendental intento, y de haber asumido la homérica tarea de acabar con el dominio peninsular a un costo de sacrificios en vidas y bienes materiales inconmensurables – tres siglos de implantación y desarrollo colonial sacrificados en los fuegos lustrales de la guerra, cientos de revoluciones, dictaduras y tiranías y la delirante ambición de sus caudillos -, de todo lo cual quien mayores lamentaciones manifestó previéndolas cuando ya era demasiado tarde para impedirlas hallándose al borde de la muerte sería su principal responsable, Simón José Antonio de la Santísima Trinidad Bolívar y Palacios Ponte y Blanco. Que pasaría a los anales de su triste y desventurada historia bajo el nombre de Simón Bolívar. Nuestra némesis. Basta un repaso suscinto de su vida y su obra para constatar que en su prodigiosa existencia se condensa la trágica experiencia de Sísifo y las frustrantes hazañas de nuestro Prometeo. Devoradas sus entrañas por la ingratitud de su pueblo. Las cimas de sus glorias y los abismos de sus miserias. De las que a pesar de los siglos aún dependemos. Es la maldición de Bolívar.

Una personalidad descomunal que se elevara a las alturas de la posteridad desde las miserias de la ambición, en una sociedad aldeana, rodeado de seres de lógica y natural medianía. Sorprende que pronto a cumplirse dos siglos de su muerte, que lo hallara en el cenit de su gloria y en la sima de su fracaso, no se haya reparado en la naturaleza trágica de esa extraña elipse que marcara su vida: empujado en plena juventud a la titánica tarea de vencer a un imperio por una dolorosa y temprana viudez, como se lo confesara al grupo que lo acompañaba en Bucaramanga a la espera de los resultados del Congreso Constituyente, según el fascinante relato de su primer edecán, el francés Luis Peru de Lacroix, recorriendo todos los avatares de una vida estragada por la guerra y la lucha política, habiendo logrado tras poco más de una década de inenarrables sacrificios y esfuerzos sobrehumanos la proeza que se propusiera casi que en solitario y arrastrado por su prometeica voluntad – de Sísifo lo calificó en 1915 el historiador mexicano Carlos Pereyra – mientras en su Patria la pardocracia se hacía con el poder y los bienes arrebatados tras la guerra a muerte, sentó las bases de una cultura política belicista, guerrera, antiliberal, autocrática y populista que terminó pesando como una maldición sobre un continente consumido por su irracionalidad, su religiosidad, su devoción y su fanatismo.

2. Digno ejemplar de la estirpe guerrera y caudillesca, conquistadora, cortesiana, cristiana y voluntariosa de la que provenía en propiedad: culminación tras tres siglos de una historia abierta con la cruz de los 12 de la Fama y la espada de Don Hernán Cortés y sus quinientos mercenarios. Así insistiera hasta el fin de sus días en negarlo. De todo lo cual fue perfectamente consciente, lo que ahonda el talante trágico y auto mutilador de su extraordinaria y venturosa hazaña: “Pasó de esto” – cuenta en 16 de mayo de 1828 Peru de Lacroix en su Diario de Bucaracamanga, – “a hablar de gobierno teocrático, sosteniendo, con una especie de ironía, que es el que más convendría a los pueblos de la América del Sur, visto su atraso en la civilización, su corta ilustración, sus usos y costumbres.” El culto a la devoción y la fe, antes que a la razón y la inteligencia.“De allí saltó S.E. a Roma; discurrió sobre su antigua República, haciendo ver la inmensa diferencia de aquellos pueblos con los de América. Habló luego de César y de su muerte, sacando una comparación idéntica, dijo, entre los demagogos que lo asesinaron y los demagogos colombianos.” Estaba preparado, lo sabía, a ser asesinado como el César de América. El ensayo general tuvo lugar en Berruecos, con el infame asesinato de Sucre, tras el fracaso del atentado que sufriera él mismo en Bogotá conocido bajo el nombre de atentado septembrino. Ocurrió el 25 de septiembre de 1828, siendo presidente de la Gran Colombia. No sería el primero. Lo salvó su última amante y único consuelo, Manuelita Sáenz.

Después del desprecio, incluso la condena a muerte anhelada por Páez, cuando su nombre no movilizaba ya ninguna pasión, sentimiento o rencor en la Nación que independizara y llegando a ser la más notable víctima del mal del olvido y la ingratitud, tan propios del país independizado por su mano, su subordinado, aliado de la primera hora y luego enemigo mortal José Antonio Páez ordenó repatriar sus restos en un sublime gesto de hipocresía de Estado. Valían lo que un perro muerto pero podían servirle a la bárbara oligarquía pardócrata gobernante para inventarse un discurso legitimador. Para que, treinta años después, Antonio Guzmán Blanco, “el Ilustre americano”, construyera en Caracas un Panteón Nacional e inhumara sus restos con toda la pompa y la majestad de que era capaz un país digno de la Costaguana de Joseph Conrad o del Macondo de García Márquez. Dando inicio a un delirante culto a su figura, convertida en religión de Estado, tótem fundacional y sucedáneo deletéreo de una verdadera ideología nacional. Lo ha contado con su acostumbrado brillo el historiador Germán Carrera Damas. Culto que alcanzaría la cima del delirio, el despropósito y la auto mutilación en ese tercer encuentro de maldiciones propiciado por Hugo Chávez, al amparo de Fidel Castro, que terminó la faena de su resurrección deformando la memoria de sus bellos rasgos hasta hacer del perfilado aristócrata y multimillonario caraqueño una suerte de burdo picapedrero de barricadas y montoneras brotado de la criminal marginalidad venezolana.

La maldición de Bolívar lo afectó, como un búmeran, a él mismo y en su pleno corazón, convirtiéndolo en el santo protector de narcotraficantes, terroristas islámicos y asaltantes del tesoro público enmascarados de marxistas leninistas. Cumpliéndose al pie de la letra el aserto según la cual la historia se repite, pero como una farsa. Así ésta haya costado la devastación de la nación potencialmente más rica de la región y una de las mejor dotadas del mundo en recursos naturales. Hoy, simple esperpento de una crisis humanitaria. Como se lo anticipara premonitoriamente a Antonio Leocadio Guzmán a un año de su muerte. Sus delirantes seguidores hicieron con su nombre el texto de sus disparates.

3. He llamado “la maldición de Bolívar” al curso de extravío y bárbara regresión, de dictadura y militarismo, de caudillismo, belicismo y belicosidad políticas que impidió la emergencia y consolidación de un pensamiento y una práctica liberales en Venezuela, hasta el día de hoy. Proyectada para su desgracia a toda América Latina. Favoreciendo, en cambio, las distintas ideologías sucedáneas que hicieron del estatismo antes que del libre emprendimiento, del colectivismo tumultuario y mendicante antes que del individualismo creador, del socialismo antes que del capitalismo y de la vía rápida a la alteración pública como práctica política antes que de la cooperación y la solidaridad entre los individuos y las clases el motor de toda actividad social. En una palabra: del “bochinche” del que se quejara amargamente Francisco de Miranda, cuando comprendiera, primer sacrificado en el fuego lustral del antiliberalismo y el anti civilismo bolivarianos, al momento de ser traicionado por Bolívar, la verdadera naturaleza de la sociedad a cuya emancipación dedicara toda su vida. En un país que luego de independizarse de la administración colonial y haber sacrificado más de la mitad de su población y el arrasamiento de tres siglos de cultura, viviría en menos de un siglo más de un centenar de revoluciones. Todas inútiles, todas vanas, todas improductivas, todas corruptoras, devastadoras e infructuosas.

Nunca es inútil e insuficiente volver a citar al historiador venezolano Luis Level de Goda, quien en su Historia Constitucional de Venezuela, publicada en Paris en 1893 escribiese: “Las revoluciones no han producido en Venezuela sino el caudillaje más vulgar, gobiernos personales y de caciques, grandes desórdenes y desafueros, corrupción, y una larga y horrenda tiranía, la ruina moral del país y la degradación de un gran número de venezolanos.” Como puede colegirse, nada de la devastación de esta crisis humanitaria constituye una novedad en la Venezuela bolivariana. Y tampoco Level de Goda desvelaba un misterio: “Las convulsiones intestinas han dado sacrificios” – escribió medio siglo antes Cecilio Acosta – “pero no mejoras; lágrimas, pero no cosechas. Han sido siempre un extravío para volver al mismo punto, con un desengaño de más, con un tesoro de menos”. La síntesis de ese siglo y medio de barbarie la expresó en 1950 una de nuestras más lúcidas conciencias, Mario Briceño Yragorri: “Nuestro país es la simple superposición cronológica de procesos tribales que no llegaron a obtener la densidad social requerida para el ascenso a nación. Pequeñas Venezuelas que explicarían nuestra tremenda crisis de pueblo. Sobre esa crisis se justifican todas las demás y se explica la mentalidad anárquica que a través de todos los gobiernos ha dado una característica de prueba y de novedad al progreso de la nación. Por ello a diario nos dolemos de ver cómo el país no ha podido realizar nada continuo. En los distintos órdenes del progreso no hemos hecho sino sustituir un fracaso por otro fracaso…”

Han sido todas ellas, como ésta trágica y aterradora involución que hoy sufrimos, productos de la maldición de Bolívar. Pretexto, mascarada y pertinaz legitimación desde las máximas y deletéreas alturas para una incapacidad ontológica para superar nuestra naturaleza bárbara y tribal y constituirnos en nación racional, liberal y autosuficiente. ¿Será la de Bolívar una maldición insuperable? ¿Estará Venezuela condenada a ser este amasijo tribal, salvaje y menesteroso, incapaz de elevarse hasta el rango de nación sin recaer periódica y sistemáticamente en el delirio bolivariano?

No tengo la respuesta. Un gran líder mundial y Premio Nobel de la Paz, el polaco Lech Walesa, denuncia la naturaleza hamponil y neonazi de un régimen narcoterrorista que ha puesto al mundo en peligro. Y comprendiendo nuestra patética orfandad, prisioneros de unas fuerzas armadas cómplices privilegiadas de este estado forajido, comprende que los demócratas venezolanos debemos ser auxiliados por fuerzas de intervención extranjera. Es el colmo del absurdo: un país que intervino violenta y brutalmente, sin ser llamado, en cuatro otras naciones para imponer la república, tendrá que ser rescatado del abismo de dependencia y subordinación en que se encuentra por la generosidad de quienes no soportan nuestra indigencia. Es la última, la postrera maldición de Bolívar. @sangarccs
Antonio Sánchez García