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Señor Trump, nos vemos en 2024

Escribo estas líneas al calor de las rememoranzas de un apoyo ininterrumpido a Donald Trump que comenzó nada más hacerse pública su concurrencia electoral a la Presidencia de Estados Unidos y que se mantiene tan firme como el primer día. Desde una España sumida en un caos bolivariano por la acción del social-comunismo, hundida nuestra economía y enfrentados a un futuro incierto, mi emocionado agradecimiento al hombre que renovó en nosotros, todos estos años, la fe y la esperanza.

De entrada, mi agradecimiento al hombre que nunca se plegó a ese discurso que pretende convertir a toda la humanidad en una masa lobomotizada en permanente catatonismo. Ese síndrome esquizofrénico que, con rigidez muscular y estupor mental, algunas veces acompañado de una gran excitación, reducirá la población mundial a base de abortos, sodomía y vacunas, férreamente dominada por las élites de la gobernanza global.

Esa esperanza no puede diluirse a pesar de la trama fraudulenta que revirtió los resultados electorales de noviembre. La salida de Trump de la Casa Blanca tiene que ser solo temporal. La defunción política de lo que Trump es y representa sería tanto como la defunción de la América grande y fuerte construida con aquellos pioneros que, arriesgándolo todo marcharon hacia el lejano Oeste y engrandecieron su nación. Allí, asumiendo innumerables riesgos, trabajando duramente, formaron nuevas ciudades con familias fuertes en la fe cristiana y en el amor a sus semejantes. Trump representa pues una limpia esperanza para los que aman la libertad verdadera. Esa que nos otorgó el Hijo de Dios muriendo en una cruz para liberarnos del poder de la muerte y hacernos libres a los que, por miedo a la muerte, pasábamos la vida como esclavos.

Trump ha sido el primer presidente que ha participado en la multitudinaria “Marcha por la Vida” en defensa de los no nacidos. Su discurso de aquel día será siempre recordado: “Todos los que estamos aquí hoy comprendemos una verdad eterna: Cada niño es un regalo precioso y sagrado de Dios. Juntos debemos apreciar y defender la santidad y dignidad de la vida humana. Cuando vemos la imagen de un bebé en el útero, vislumbramos la majestad de la creación de Dios. Cuando sostenemos a un recién nacido en nuestros brazos, sabemos el amor infinito que cada niño trae a una familia. Cuando vemos crecer a un niño, vemos el esplendor que irradia cada alma humana”. Y luego afirmó usted con el orgullo del que dice la verdad: “Desde mi primer día en el cargo, he tomado medidas históricas para proteger a los no nacidos. Los niños no nacidos nunca han tenido un defensor más fuerte en la Casa Blanca”, Gracias, señor presidente, por estas palabras que deberían avergonzar a cualquier obispo católico decente.

Por ello, Trump tiene que seguir siendo el fiel reflejo de la América profundamente arraigada en aquellos principios que sellaron los padres fundadores de la nación. Ellos afirmaron en su Constitución que los Estados Unidos de América fueron construidos sobre el principio de que el Hombre posee Derechos Inalienables, y que estos derechos le pertenecen como individuo creado a imagen de Dios. Estos derechos constituyen el patrimonio incondicional, privado, personal e individual de cada hombre, no el patrimonio público, social y colectivo de un grupo, ya que estos derechos le son otorgados al hombre por el hecho de su nacimiento como hombre, no por el beneplácito de la sociedad. Por tanto, el hombre goza de estos derechos, no por la colectividad, ni para la colectividad, sino contra la colectividad. Es decir, como una barrera que el sistema no puede traspasar porque estos derechos constituyen la protección del hombre contra los abusos del Estado y de los demás hombres, y que sólo en base a estos derechos pueden los hombres tener una sociedad de libertad, justicia, dignidad humana y decencia.

La Constitución de los Estados Unidos de América no es pues un documento que limite los derechos del hombre, sino un documento que limita el poder del Estado sobre el hombre. Estos dos principios son las raíces de dos sistemas sociales opuestos. El problema básico del mundo hoy en día es la elección entre esos dos. Así pues, se trata de elegir entre líderes como Trump o la más infame esclavitud forzada por Joe Biden y Kamala Harris.

Y será precisamente el ticket demócrata, alabado por la Conferencia Episcopal Española, el que intentará destruir el sueño americano de libertad y bienestar para aquel que trabaje honradamente. Ese sueño en el que las convicciones religiosas y morales habían encontrado un indestructible espacio de autonomía hasta que Biden y Harris llegaron a profanarlo. Ese sueño que todavía hoy sigue atrayendo a tantos, pues saben que la auténtica prosperidad está fundada en el trabajo duro y honesto, no en los impuestos agobiantes, la corrupción moral y el sofocante control económico.

Esto es lo que Trump tiene que seguir representando: el sueño americano frente a la tiranía de aquellos que quieren convertir la sociedad estadounidense y la de toda Europa en una opresiva colonia china de natalidad limitada, capitalismo salvaje, sueldos de miseria y un absoluto control social, implementado por un ejército de funcionarios paniaguados que llevarán a cabo -sin rechistar- la represión de cualquier disidencia.

La gente de bien seguirá contemplando a Trump como el más firme obstáculo a esa agenda globalista que, destruyendo la identidad histórica de las naciones, quiere convertir el mundo en un nuevo gulag soviético, dirigido ahora por aquellos enemigos de la humanidad que se esconden tras la filantropía para crear una nueva y robotizada sociedad.

Donald Trump, por tanto, debe reponer fuerzas convencido de que su salida de la Casa Blanca lo ha sido por el engaño de esos falsos votos, que se convertirán en el placebo de esa nueva humanidad remasterizada y regida por aquellos que la odian tanto como aquel ángel caído que, desde el fondo de los tiempos, odia la dignidad del ser humano porque se la ha dado el mismo Dios y no el Soros de turno.

Donald Trump es un personaje demasiado incómodo para el stablishment internacional y la gobernanza global de Soros, Bill Gates y la patulea de Silicon Valley. El humilde americano medio ha visto en Donald Trump al hombre dispuesto a liberarlos del yugo del corrompido poder del staff de Washington y así devolver a América la limpia grandeza con que la constituyeron sus padres fundadores: Make America great again! Este es el grito que cual exorcismo pone furiosos a los corifeos del club de Bielderberg.

Las ricachonas élites demócratas no podían permitirse una nueva reelección de Trump. Estaban que trinaban por su firmeza en las negociaciones comerciales y políticas con sus competidores, por sus denuncias a las agencias internacionales de la ONU y por señalar a la OMS como una servil sucursal del partido Comunista Chino…

Mientras los manifestantes del Capitolio han sido pomposamente definidos como el más serio peligro para la paz mundial, aquellos radicales que, delante de la Casa Blanca y violando el toque de queda, fueron dispersados por la policía, querían obstaculizar la visita de Donald Trump a la iglesia episcopal de St. John, atacada y quemada por los energúmenos del antifascismo que en España tan bien conocemos, fueron presentados por los mass media como las víctimas de la brutalidad que desplegó la policía para que, finalmente, Donald Trump enseñara una biblia y se hiciera una sesión fotográfica en la puerta del templo.

El hecho de que la iglesia fuese atacada y quemada por los manifestantes la noche anterior les importó muy poco, ni siquiera a los obispos americanos, callados como muertos. El enemigo a batir no era el racismo ni la intolerancia, sino Donald Trump.

Por todo ello, el liderazgo de Trump tiene que seguir manteniéndose en los próximos cuatro años para afrontar el desafío de su reelección en 2024. Las ascuas de hoy tienen que convertirse en llamas vivificadoras dentro de cuatro años y arrasar con fuerza toda la perfidia que el depravado Biden y su fulana dejarán a su paso.

¡God bless America! ¡Dios le bendiga, señor presidente!