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Historias de dolor, lucha y recuperación a cinco años de las trágicas inundaciones

FRANCISCO LAGOMARSINO
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En el anochecer del 2 de abril de 2013, cuando se cerraba un fin de semana largo que comprendió seis jornadas, la Ciudad fue castigada por el diluvio más intenso del que se tenga memoria. La furia del agua desnudó carencias en infraestructura y gestión, arrasó con todos los pronósticos, y generó inundaciones que le costaron la vida a decenas de vecinos. Ese día, y los de las semanas que le sucedieron, entregaron miles de historias de solidaridad y resiliencia, de reconstrucción y duelo infinito, de enojo, de generosidad, y también de mezquindades e incompetencia oficial.

Para quienes lo vivieron en primera persona, el recuerdo es inevitablemente intenso; estremece, quita el aliento y de a ratos hace brotar lágrimas que remiten a cosas y personas que ya no están, casas que cambiaron para siempre, recuerdos y mascotas que quedaron en el camino.

“’Mamá, se nos está hundiendo la casa’, me decía mi hijito de nueve años, Facundo, mientras él, la nena de dos, mi otro varón de 14, dos perras y una tortuga esperábamos todos arriba de una cucheta” recuerda Vanesa Luciana Zaffiro, profesora de inglés que vive en 8 y 528.

“Mientras tanto, Cristian, mi marido, trataba de salvar documentación; y en la casa de adelante que ocupan mis padres se empezaba a refugiar gente” señala Zaffiro.

En esa casa que da al frente estaban los padres de Zaffiro. “A las 18.30 llamamos un remisse para que llevara a la señora que nos ayuda en casa y nos dijeron que era imposible, por lo que empezamos a sospechar que algo andaba mal” asegura Mabel Grigera, madre de la docente: “a esta zona el agua llegó más tarde que a otras, pero cuando vino fue muy rápida.

Vanesa notó que el agua empezaba a entrar por su patio; cuando se asomó a chequear el baño vio una escena dantesca: “un montón de cucarachas salían huyendo de la rejilla, que al instante se convirtió en surtidor de agua sucia; yo lloraba, el agua subía y no se cortaba la luz, y alrededor aumentaba la oscuridad y un silencio tremendo”.

“Sentada en el marco de la ventana podía ver los autos subidos, con las luces encendidas, al terraplén del Monumento a la Ingeniería, que parecía un arbolito de Navidad” recuerda Grigera, quien vive en el lugar hace 60 años: “en la calle sólo se oían bocinas, aullidos de perros y gritos. En eso vemos que llegan dos señoras a las que se les había quedado el auto, y las hicimos pasar a guarecerse. Tiempo después, nos retribuyeron esa mano donándonos algunas cosas de mobiliario que se nos habían arruinado. Tuvimos que comprar cocina nueva, sillones y anaqueles; no nos alcanzó para las paredes… Creo que si sacamos el machimbre se cae la casa”.

“Con los préstamos del Banco Provincia apenas nos pudimos comprar el lavarropas” acota Vanesa. Su madre, quien también integra la asamblea de su barrio, concluye: “el agua recién se fue a las diez y media de la mañana, nunca pasó nada parecido en mi vida”.

En varias de las casas de 28 entre 58 y 59, una escena se repite desde fines de 2013; con un balde, lavandina y un trapo, los vecinos limpian de las paredes los hongos y los afloramientos de salitre. Luego pintan. Y algunos meses después, vuelven a empezar.

“La humedad sigue saliendo, y no sólo viene de adentro de las paredes sino de abajo” explica Patricia Yamuni, a quien la inundación sorprendió hace un lustro con sus hijos -entonces de 17 y 20-, y una mascota, en pleno hogar.

Su lucha contra el anegamiento tuvo varias etapas: primero fue desde adentro, intentando sellar las aberturas y sacando el líquido que ingresaba sin piedad con un secador; luego, levantando sobre las mesas documentos, fotos, libros; y por último, cuando la marea superaba el metro, resolviendo la autoevacuación antes de que puertas hinchadas y ventanas enrejadas convirtieran la vivienda en una trampa.

“Fueron horas de mucha angustia” repasa Patricia: “en un momento dejamos a la perra flotando sobre un colchón, y salimos a la calle; una vecina con planta alta no pudo destrabar la puerta, y terminamos a varias casas de acá. En la esquina se juntaban varias corrientes y las olas metían miedo”.

La vecina recuerda y solloza; la emoción la quiebra: “en la oscuridad total se escuchaban pedidos de auxilio desgarradores, y daba impotencia porque no se sabía de dónde llegaban. Estábamos adentro de una casa, y no nos podíamos hablar por el estruendo del agua al golpear el techo. El pico de la crecida acá fue a las doce de la noche; recién a las dos de la madrugada pudimos volver a casa, y fue un alivio inmenso poder ver que Lola, la perra, se había mantenido flotando sobre su colchón todo el tiempo”.

“Quedás varios días en un estado de shock absoluto” admite Yamuni: “cuando decidí sacar el préstamo del Bapro, ese mismo día lo discontinuaron. Vamos a seguir peleando por justicia y una mejor calidad de vida, porque todo indica que esto puede volver a pasar si no se profundizan las medidas actuales y se hacen obras complementarias”.

Cuando se dio cuenta de que la lluvia era cosa seria, Alejandro Albano estaba en su casa tolosana de 7 entre 524 y 525 con su esposa y tres de sus hijas. Allí había una planta alta, pero no era así en la casa de su madre, quien vivía en 6 y 527. Y estaba sola.

“De todos modos, salí pensando que era una lluvia como la de 2002, que podrían entrar a las casas cinco o diez centímetros de agua” señala Albano; “me fui caminando con una campera liviana. En casa de mi mamá, que tenía 83 años, corté la luz, y elevé su cama. Pero pronto tuve que improvisar otra, con sillones. Todo quedó a oscuras; sólo podía mirar el reflejo del agua en una casa de enfrente para calcular su altura. Cuando me di cuenta de que había parado de llover pero el agua subía y subía, supe que había que irse”.

“Salí llevando a mi mamá, y a duras penas llegamos a la 526, donde un grupo de ‘náufragos’ nos ofreció ayuda para cruzar” describe el vecino: “en una cuadra que permanecía seca, una vecina le dio refugio a mi mamá, y empecé a dar vueltas hasta que me crucé a alguien con un gomón, que me dio una mano y me tiró en casa, con mis hijas. Perdimos muchas cosas; sólo me ayudó con un préstamo la empresa en la que trabajo, y mis compañeros, que se portaron diez puntos e hicieron una vaquita para la que sólo tengo agradecimiento. Además, la UNLP otorgó una beca a una de mis hijas”.

EL EQUIPO DEL “POTRO”

La inundación dejó muchas historias que merecen ser contadas. Una de ellas es la del “Potro” Javier Díaz (31), ex jugador de inferiores de Estudiantes e ídolo de Gimnasia y Tiro de Salta, quien perdió la vida intentando rescatar a su padre en la zona de 131 y 60.

Díaz murió sin saber que su esposa Gisel esperaba un hijo; desde hace varios años, un aguerrido y vistoso equipo de fútbol amateur de su barrio -el de 78 y 134- bautizado “Amigos del Potro” lo honra compitiendo en el torneo de Ruta 36, uno de los de mayor arraigo y convocatoria de la Región.